Lorne Malvo: No hay santos en el reino animal. Tan solo desayuno y cena.
(Episodio 5)
Fargo parte de una premisa moral básica: el Mal existe y siempre viene con hambre. En esto la sensacional serie que es Fargo no difiere de su papá fílmico: aquella pinturera obra de los Coen (1995) donde Frances McDormand ejercía de heroína embarazada y bonachona, perpleja ante los límites de crueldad que el ser humano podía alcanzar por ambición y estupidez. ¿Homo homini lupus? ¡Que no, que no!
Resulta pertinente remarcar la premisa de la serie –encarnada en ese Lorne Malvo (magnético Billy Bob Thornton) que pasea por el mundo como si fuera un cartógrafo del Mal– porque viene incorporada con su luminoso reverso: el Bien está dispuesto a comparecer en la guerra y dar pelea. Esto implica un movimiento de resistencia frente a una de las tendencias estrella de la televisión de calidad norteamericana: la generalización del antihéroe.
Desde el seminal Tony Soprano hasta los recientes Ray Donovan o el Dr. Thackery de The Knick, el protagonista habitual del cable estadounidense se ha caracterizado por mezclar facetas admirables (solvencia profesional, ingenio, valentía) con rasgos detestables (crímenes, adicciones, sociopatías), de modo que la necesaria identificación del espectador con el “héroe” se convertía en una compleja espiral donde el gris moral coloreaba el paisaje de manera perpetua. Así ocurría con Breaking Bad, The Shield o The Wire, por poner tres ejemplos señeros; series que extraían vitamina dramática de la continua contradicción moral en la que se movían sus personajes.
Defensa de la bondad
Fargo –creada y escrita por Noah Hawley– es diferente. Esto no implica que resulte maniquea ni facilona; simplemente reivindica el heroísmo cotidiano, la bondad y el coraje del hombre normal. La noción de comunidad. El clasicismo de unas coordenadas éticas estables y reconocibles, apestadas por una contemporaneidad cínica que sospecha por norma de la limpieza del héroe y hace del relativismo su locomotora preferida. Este mismo esquema moral subyacía –bajo la hojarasca posmoderna de juego con el género negro– en la película de los Coen en la que está basada. Porque Fargo, la serie, no es estrictamente un remake. Se mantiene el aroma, el esqueleto argumental y hasta la sonoridad nórdica de los apellidos de los protagonistas, pero la serie tiene vida propia –y es muy vivaracha– desde el piloto, de modo que cuando el espectador se deja embargar por una lejana sensación de déjà vu, los creadores se apresuran en triturar una y otra vez sus expectativas.
Ahí está su protagonista, ese Lester Nygaard (extraordinario Martin Freeman en sus tics de perdedor) que comienza un viaje nietzscheano hacia los abismos de la maldad, despojándose paulatinamente de cualquier complejo de culpa. O Molly Solverson, la policía gordita y astuta –simplemente, una buena persona– que persigue el Mal con perseverancia canina. O Lorne Malvo, una combinación de la arbitrariedad letal de Anton Chigurh y el juego macabro del Joker. Son solo una porción de un elenco de personajes que, sin dejar de lado un pacto de lectura algo paródico, rebosan humanidad y aristas.
Además, Fargo –una de las triunfadoras de los últimos Emmy– también resulta decisiva porque supone otro éxito más para un formato que ha inventado la televisión del último quinquenio: la serie antología (o serie-miniserie). Esto es: propuestas como American Horror Story o True Detective, que resetean la trama y los personajes en cada temporada, de modo que cada año se abre y se clausura una historia. Este nuevo formato –una variación de la miniserie tradicional, al fin y al cabo– permite neutralizar uno de los grandes peligros de la serialidad: la fatiga narrativa y el estiramiento absurdo de los conflictos.
La serie reivindica el heroísmo cotidiano, la bondad y el coraje del hombre normal
Por eso los diez episodios de la primera entrega de Fargo son tan recomendables y dejan tan exquisito regusto en el espectador, a pesar de pequeños toques de violencia explícita y sensualidad: porque suponen un viaje divertido, nevado e intrigante que llega a su destino final. Rodada con mimo y humor negro, con secundarios burbujeantes y guiños narrativos, Fargo también es capaz de driblar al espectador con un buen puñado de secuencias imborrables y diálogos de esos que sirven para cincelar un epitafio. Como el que podría adornar la lápida del incompetente sheriff Bill Oswalt: “No tengo el estómago. No como algunos. ¿Qué pasó con darle los buenos días a tus vecinos, recogerles la nieve de sus entradas, meterles los contenedores de basura?”
Parece, ay, que no todo es desayuno y cena; que los animales solo matan por comida. Porque, en efecto, ser malo es una elección para el hombre. Por suerte, ser bueno también.