Francis Ford Coppola ha puesto en manos de Kenneth Branagh la resurrección de un personaje clásico del terror: Frankenstein. Como en el caso de Drácula, se ha afirmado con insistencia que se trata de la versión más fiel al texto original de Mary Shelley. Lo cual, no sin algunas licencias, es más cierto que en el caso de la adaptación del director italoamericano.
La película, en efecto, conserva el tono romántico de la novela de Shelley, a la vez que resalta las ideas que pueden tener más vigencia: la soberbia del científico que pretende emular a Dios creando un ser humano, la manipulación de la vida y la aceptación de la muerte. En este último aspecto residen las principales variaciones aportadas por los guionistas Steph Lady y Frank Darabont: han potenciado la historia de amor, que Frankenstein trata de mantener más allá de la muerte con terribles consecuencias. Destacan además los problemas del monstruo, abocado a una vida de rechazo, pese a sus intentos de sociabilidad.
Branagh dirige muy bien a los actores –todos están magníficos, pero es obligado resaltar a Helena Bonham Carter–, y da a la historia esa dimensión trágica propia de Shakespeare que afirma haber encontrado en Shelley. El diseño artístico es espléndido, y hay que reconocer el mérito de presentar a un monstruo original y de dar credibilidad –a veces con un realismo algo descarnado– a los experimentos. Sin embargo, le falta a la película un punto de emoción, pese a los insistentes subrayados de la hermosa partitura de Patrick Doyle. Basta comparar la genuina ternura de Boris Karloff en La novia de Frankenstein, cuando ayuda a la familia del bosque, y la secuencia equivalente que ofrece Branagh.