Una pareja se dispone a cenar en un restaurante. Cualquiera en esa situación espera a que el camarero apunte la consumición y desaparezca para empezar a hablar. Pero qué pasa si el camarero se queda escribiendo sin moverse… Este es el primer sitio que recorre Juan Cavestany en esta pequeña e inclasificable película rodada sin presupuesto e interpretada por un llamativo elenco de actores españoles que colaboran en el proyecto por amor al arte.
Hay mucha escritura cinematográfica, y de la buena, detrás de cada uno de los sitios que recorre la gente de Cavestany. Buena escritura de esa que se escribe con los ojos y con los oídos, pegando la oreja a la rica, modesta, compleja o dura realidad y dándole un mordisco o un arañazo. De esa que sabe captar dónde hay un momento dramático que duele en silencio porque solo duele en el alma del protagonista (esa mujer que se ha operado la cara para que su marido la mire); de esa escritura que sabe extraer de la anécdota minúscula una enseñanza universal.
Dice Cavestany que quería reflejar la realidad fragmentada que nos rodea y lo hace con una película que no tiene ni principio ni final, ni orden ni concierto, pero que atrapa al espectador desde el primer fotograma. Y dice también que en medio de ese relativismo, de esa falta de mirada unificadora de la realidad, no quería privar al espectador de una puertecilla abierta a la esperanza. Lo que cuenta Cavestany no es complaciente, es a veces embarazoso y mezquino, es incluso cruel pero no deja de ser tierno. Los débiles –y esta gente en sitios sobre todo es (somos) débiles– no matan, hieren. Y cuando lo hacen, se hieren más a ellos mismos. Y por eso los compadecemos y terminamos sonriendo.