Superproducción monótona y carente de aliento épico. Plantearse llevar al cine, hoy, las ideas y la novela (1885) de Emilio Zola es ya un inútil anacronismo; cuánto más hacerlo sin fuerza y con la superficial didáctica de una doctrina falsa: un determinismo naturalista, que casa mal con la esperanzada lucha de un socialismo romántico.
La huelga de los mineros tiene en la novela un cierto vigor como pintura de multitudes. En la película hay en cambio individualidades mal definidas, nada creíbles, como el pretendido verismo miserabilista, expresado a veces con desnudos tan artificiales como innecesarios. La huelga, basada en el odio, es tan cerril, que hasta queda bien la patronal, contra lo que se quería demostrar.