Un célebre motorista acrobático hace un pacto con el demonio Mefistófeles para salvar de la muerte a su padre y a su propia novia. Durante el día, será un motero solitario que vive al límite y a menudo pone su vida en grave peligro, y de noche se convierte en Ghost Rider, un cazarrecompensas espectral, encargado de perseguir y destruir a demonios que invaden el territorio de Mefistófeles.
Esta versión del famoso cómic de la Marvel -creado en los años cuarenta, y reinventado en los setenta y en los noventa- tiene en común con «Hellboy» el origen esotérico-sobrenatural de su protagonista y su ambigüedad moral, cercana a la de clásicos como «La Bella y la Bestia» o «Dr. Jekyll y Mr. Hyde». Pero esas cualidades, que sirvieron a Guillermo del Toro para hacer una divertida comedia fantástica, se evaporan en manos de Mark Steven Johnson, un supuesto especialista en el género, pero que ya mostró sus grandes limitaciones en anteriores trabajos, como «Discordias a la carta» o «Daredevil».
En esta película Johnson es mejor director que guionista. La puesta en escena, a pesar de su falta de personalidad, ofrece al menos una planificación agresiva y sugerente, sobre todo cuando imita la iconografía legendaria del «western» y, en concreto, de películas de Sergio Leone. En cuanto a la dirección de actores, Johnson da una de cal y otra de arena: trabaja bien con los secundarios e incluso Eva Mendes, pero deja que Nicolas Cage se descontrole y caiga en todo tipo de histrionismos. En todo caso, lo peor es el guión, narrativamente confuso, muy poco fluido, artificioso en el despliegue de los conflictos dramáticos de los personajes y ridículo en sus aparatosos pasajes diabólicos.
Jerónimo José Martín