Sin los cinco minutos finales, The Good Heart sería probablemente una de las pequeñas joyas del cine de este año. Porque méritos no le faltan a esta cinta heredera del cine del finlandés Aki Kaurismäki que cuenta la amistad de un joven vagabundo, tan desgraciado como buena persona, y el arisco dueño de un bar de mala muerte que trata de mantener el negocio sin renunciar a unas extrañas reglas: solo pueden entrar los clientes conocidos y no se permitirá nunca el paso a las mujeres.
Como en Luces al atardecer o Un hombre sin pasado, el islandés Dagur Kári extrae un entrañable retrato humano de donde aparentemente solo hay miseria y desgracia. La ventaja para el espectador menos cinéfilo es que Kári cambia el ritmo pausado y el hieratismo del cine de Kaurismäki por una realización algo más dinámica. Las dos interpretaciones protagonistas son sencillamente antológicas. Podría decirse que ha tomado lo mejor del maestro -la mirada irónica y piadosa hacia los personajes-, ha potenciado sus aciertos -esos diálogos cortados a navaja de sentencias tan extrañas como clarividentes- y ha limado su seriedad -la película tiene un sentido del humor más universal y hay momentos divertidísimos-.
Pero… no ha sabido terminar la película. Y esos cinco minutos finales, de serie de medio pelo, de culebrón de sobremesa, recurren a un edulcoramiento mil veces visto impensable en Kaurismäki (ni probablemente en ningún otro realizador serio) que echa por tierra la película. Y habrá quien diga que un final no puede destrozar del todo una historia, pero casi.