Un Goya octogenario vive exiliado en Burdeos. Le acompañan su amante Leocadia Zorrilla (Josefina Bayeu ha muerto) y su hija Rosarito, que llevan con paciencia sus achaques y cabezonerías. Los últimos meses del genial pintor se convierten en una rememoración de su vida y su arte. Entre delirios seniles, se presentan momentos decisivos: la concepción de algunos cuadros, su paso por la corte, el amor por la duquesa de Alba…
La fructífera relación artística entre Carlos Saura y el director de fotografía Vittorio Storaro (Flamenco, Taxi, Tango) alcanza sus cotas más altas en este original acercamiento a Francisco de Goya. Resulta difícil describir el film con palabras; imagen y música -un aplauso para la partitura de Roque Baños- se integran perfectamente en la historia, hasta proporcionar una gozosa y unitaria experiencia estética. Saura y Storaro juegan como nunca con la luz y el cromatismo; como si estuviéramos dentro de un sueño, o quizá en el interior del alma de Goya, nos movemos por escenarios imposibles, con paredes que se transparentan, una pradera de San Isidro de estudiada irrealidad, o el paisaje de una guerra de subyugante coreografía, obra de La Fura dels Baus. Pasajes como la concepción de las pinturas para la ermita de San Antonio de la Florida son, sencillamente, sobrecogedores.
Si la belleza formal de la película parece indiscutible, lo que la eleva a la categoría de excelente es la cuidada narración. No se comete el error de Tango, que presentaba una historia demasiado liviana. Aquí hay personajes, y personajes sólidos. Francisco Rabal presta enorme humanidad y presencia a Goya anciano: cascarrabias, cariñoso aunque le cueste expresarlo, enamorado de su arte, siempre a la búsqueda de la inspiración; y José Coronado, como Goya joven, sirve la que es, seguro, su mejor interpretación. Los dos ayudan a componer el retrato completo del pintor aragonés -sus inquietudes, su amor, su miedo-, compartiendo incluso algunos pasajes, o con la superposición o el encadenamiento de sus voces. Los actores secundarios parecen contagiarse del buen hacer de Rabal y Coronado.
José María Aresté