En esta cuadragésimo tercera versión fílmica de Hamlet, Michael Almereyda (Another Girl, Another Planet; Nadja) moderniza la obra sin demasiados problemas: Dinamarca pasa a ser la multinacional Denmark Corporation, cuyo presidente acaba de fallecer. Su hermano ha desposado a su cuñada y controla la empresa. Hamlet, aspirante a cineasta, cae en una depresión, teñida de melancolía, sospecha que «hay algo podrido en Dinamarca» -las corruptas prácticas empresariales-, y se siente vigilado. Cuando decide averiguar la verdad y vengar a su padre, desencadena un movimiento de trágicas consecuencias.
Esta película demuestra una vez más que los clásicos son perdurables porque sus temas lo son. Por ello siempre habrá más interpretaciones. Esta vez, una multinacional equivale al feudo clásico. Hamlet está sumergido en un torrente de imágenes, equivalente al flujo de palabras que aprisiona al Hamlet original. Almereyda sale a los exteriores de Nueva York y muestra cómo se puede sentir atrapado en plena calle, entre luminosos rascacielos de vidrio, o entre las miles de lámparas que brillan en la noche. En los interiores predominan las sombras de color, principalmente azul y rojo. Y en este Nueva York del año 2000, la electrónica de consumo está omnipresente, al servicio del texto literal de Shakespeare -reducido, pero no adaptado- en una original simbiosis eficazmente apoyada por la gran banda sonora de Carter Burwell.
No se trata de la mejor versión cinematográfica de Hamlet, pero es una versión atractiva, con garra y cercana al público joven. Parte de su encanto radica en el reparto. Además de Ethan Hawke, destacan Liev Schreiber, como enérgico Laertes, y la emergente Julia Stiles, como trágica Ofelia, junto a los veteranos y siempre excelentes Sam Shepard y Diane Venora.
Fernando Gil-Delgado