Soy Catherine, por cierto. Tengo cuarenta y siete años. Estoy divorciada. Vivo con mi hermana, que es una adicta a la heroína en recuperación. Tengo dos hijos mayores –uno muerto, uno que no me habla– y un nieto. Así que… (Catherine Cawood, 1.1.)
Parece deprimente, ¿eh? Y lo es. Pero es que nadie dijo que la vida fuera fácil. Y, sin embargo, esa contundente respuesta de la protagonista de Happy Valley a un tipo que quiere suicidarse esconde mucho de luminoso. Es la primera secuencia de la serie; una declaración de intenciones. Catherine, una policía eficaz y valerosa, quiere explicarle al suicida que sí, que sabe de qué va esto de la existencia, que ha sufrido lo suyo. Pero que nunca ha dejado de pelear. Porque lo fácil es tirar la toalla. Eso es Happy Valley: una historia de crímenes donde el Bien existe, la Justicia jamás abandona y el dolor busca su redención.
Alejada del cinismo existencialista que espesa el noir contemporáneo, la serie de Sally Wainwright apuesta por una postura de resistencia, como atestigua, por ejemplo, la estampa rural que clausura la segunda temporada. Avalada por la etiqueta siempre solvente de la BBC, Happy Valley es un relato duro, no fácil de ver, pero profundamente humanista y humano. Esta hondura y este optimismo de fondo –hay que rascar en los conflictos de los personajes para toparse de bruces con él, en medio de tanta violencia y miseria– se consiguen combinando, a partes iguales, el melodrama con el policíaco.
A pesar de su tonalidad áspera, la serie atrapa al espectador: porque ofrece multitud de espejos en los que mirarse
Una historia sangrante
Por un lado, la serie nos narra la historia de una familia disfuncional, tan característica en el retrato de la clase obrera que hacen el cine y la televisión británicas (Shameless, The Village). La protagonista es una matriarca low cost: pelea contra la adicción de su hermana y lleva sobre sus hombros, trazando malabarismos entre vida y trabajo, la educación maternal de su nieto, puesto que su hija –que parece haber sido violada– se suicidó poco después de dar a luz.
Una de las virtudes de la primera temporada es precisamente la de cómo esa dramática esquirla doméstica se fusiona con el caso criminal que la sargento Cawood ha de investigar: un secuestro y extorsión donde aparece implicado Tommy Lee Royce, el papá de su nieto, que acaba de salir de la cárcel. Parte de la ambigüedad nace de la disputa “familiar” entre Catherine Cawood y Tommy Lee Royce: ¿amante o violador?, ¿papá legítimo o monstruo?, ¿culpable principal del suicidio o un elemento más de un desastroso paisaje doméstico? Ahí es nada. Semejante cóctel dramático, con los personajes siempre danzando al borde de un precipicio moral, habilita que grandes preguntas emerjan sin fórceps: los límites entre justicia y venganza, la responsabilidad paterna ante las calamidades de los hijos, o –ay– el temor a que el mal vaya inscrito en los genes.
Más allá de esa fotografía lluviosa propia de la grisura de los sink estates ingleses, el aroma se completa gracias a unos actores fuera de serie
Un dramón así reclama autenticidad para llegar al hígado y al corazón del espectador. Más allá de esa fotografía lluviosa propia de la grisura de los sink estates ingleses, el aroma se completa gracias a unos actores fuera de serie. Es la proverbial calidad de los intérpretes británicos, cuya competencia les permite mudar la declamación shakesperiana por el acento cockney en un abrir y cerrar de ojos. La interpretación –tan dolorida como brava– de Sarah Lancashire como esa abuela-coraje es de las que hacen época. Pero no se puede olvidar los matices de compasión que esconden el viscoso James Norton –un villano con gruppies y amor de padre– o la zozobra que transmiten los excelentes Steve Pemberton y Kevin Doyle, entre la determinación del maquiavelismo y el picor de la culpa. Estos dos últimos se adecuan al prototipo de un clásico del noir: el tipo normal que da un mal paso.
Caminando por el desfiladero del espanto
Por su parte, la trama criminal –un caso de secuestro y extorsión en la primera temporada; un asesino de prostitutas y un policía que estrangula a su affaire en la segunda– permiten que los personajes transiten sin descanso por el desfiladero del espanto. Se exhibe una violencia seca, nada glamurosa, de barrio deprimente. Pero en ningún momento se pierde de vista que resulta necesaria una brújula moral para que la sociedad pueda seguir denominándose como tal.
Por eso Happy Valley rebosa humanidad, en el sentido más amplio de la palabra, en cada capítulo. Porque sus personajes, hasta los secundarios más siniestros, exhiben contradicciones emocionales, heridas del pasado que cuesta cicatrizar, caras B que recuerdan que un hombre está hecho de certezas y dudas, de amores y odios, de esperanzas y naufragios. Lo único que cambia es la proporción en la que se mezclan. Por eso, a pesar de su tonalidad áspera, descarnada a ratos, Happy Valley atrapa al espectador: porque ofrece multitud de espejos en los que mirarse… con la esperanza de que siempre hay luz al final del camino. Porque la vida puede ser un valle de lágrimas, pero un valle feliz, al fin y al cabo.
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