Dice David Lynch que su última película, «Inland Empire», ha surgido de la meditación trascendental -que él practica desde hace 33 años-, que se rodó sin guión preestablecido -durante casi tres años, «cada día era una sorpresa el curso que tomaban la historia y los personajes»- y que responde plenamente a su idea esencial del cine, en el que «la comprensión es una abstracción que proviene de la intuición» y que supone «la integración del intelecto y la emoción, del pensamiento y los sentimientos». Tan «nítidos» son sus propósitos estéticos, que la sinopsis más clara que ha ofrecido sintetiza la película como «un misterio de un mundo interior de otro que se revela en torno a una mujer, enamorada y en peligro». También cabe decir que esa mujer es una famosa actriz a punto de rodar una nueva película, y que le ocurren cosas muy singulares, unas aparentemente reales, otras en sueños, y todas examinadas concienzudamente por dos hombres y una mujer disfrazados de conejos.
En fin, podríamos seguir así hasta el infinito, sin decir nada coherente sobre este inaguantable disparate fílmico de tres horas, pretendidamente innovador, a través del que David Lynch toca fondo como artista. Ciertamente, hay imágenes poderosas, interpretaciones esforzadas y algún breve momento de emoción auténtica. Pero son una gota de agua en un tedioso desierto de imágenes digitales sin sentido, violentas explosiones de sordidez y música enfática y deprimente hasta la irritación. Algunos dirán que es una nueva genialidad de un maestro indiscutible. Otros nos cubriremos las espaldas decidiendo que el tiempo dirá, e insistiremos en que Lynch sólo ha logrado dos verdaderas obras maestras, «El hombre elefante» y «Una historia verdadera» -ambas a partir de guiones ajenos-, y en que ahora necesita urgentemente dejar de hacer videoinstalaciones neuróticas.
Jerónimo José Martín