Hace seis años, los cineastas nórdicos Lars Von Trier, Kristian Levring, Thomas Vinterberg y Soren Kragh Jacobsen firmaron el manifiesto radical Dogma 95, a favor de un cine ultranaturalista, antitecnológico y crítico con Hollywood. Desde entonces, cada película rodada según su voto de castidad ha ido consolidando un movimiento estético que cabe considerar como el más fructífero de las últimas décadas. Así se vuelve a confirmar en Italiano para principiantes, tercer largometraje de la danesa Lone Scherfig, la película Dogma nº 12 y la primera dirigida por una mujer. Por ahora, ha ganado el Oso de Plata-Premio del Jurado y el Premio de la Crítica en la Berlinale 2001, así como la Espiga de Oro, el Premio al mejor actor (Peter Gantzler) y el Premio de la Juventud en la última Seminci de Valladolid. Ahora opta por Dinamarca al Oscar al mejor film en lengua no inglesa.
En clave de tragicomedia, el guión relata los dramas entrecruzados de tres hombres y tres mujeres que pasean su soledad y su perplejidad por el mismo barrio de una ciudad danesa. Ellas son: una peluquera que cuida de su madre alcohólica, una torpe dependienta que soporta a su inaguantable padre y una vitalista y religiosa camarera italiana. Y ellos: un tímido pastor luterano cuya esposa ha muerto hace poco, un encantador conserje de hotel y un rudo amigo de éste, ex jugador de fútbol en la Juventus y ahora camarero al borde del despido. A través de unas clases de italiano que comparten, irrumpirá entre ellos el amor. Así, como resume la directora, «sus vidas pasan de ser un valle de lágrimas a ser un valle tolerable porque tienen a alguien en quien apoyarse».
Procedentes de la popular serie televisiva danesa Taxa, los actores realizan unas interpretaciones portentosas en su naturalidad y cercanía. A través de ellas, de un guión chispeante y de una directa puesta en escena hiperrealista, Lone Scherfig edifica un bello y divertido monumento a la infinita capacidad transformadora del amor y la solidaridad. La directora no oculta el rampante individualismo dominante, ni sus trágicas secuelas de soledad, incomunicación, escapismos autodestructivos, sexo compulsivo, eutanasia, desesperación… Incluso, un par de veces retrata estas secuelas con excesiva crudeza. Pero no se queda ahí, sino que muestra a cambio el poder redentor de tres actos asequibles a todos: asumir el sentido del dolor y la muerte, reconocer las propias culpas y abrirse a los demás, incluido a Dios, al que varios personajes invocan con fe y sencillez.
Ciertamente, no todas las actitudes finales de los personajes son intachables. En algunos perviven el subjetivismo religioso, una ingenuidad sentimentaloide o cierta obsesión sexual. Sin embargo, la directora no iguala éticamente estas actitudes; más bien les aplica la misma mirada compresiva con que ha logrado crear unos personajes tan entrañables.