Jack tiene una extraña enfermedad: su cuerpo -no su mentalidad- crece cuatro veces más deprisa de lo normal. Cuando cumple diez años, sus padres deciden llevarle a la escuela, desafiando las previsibles dificultades de adaptación de un niño con aspecto de cuarentón. El chico, a pesar de haber estado rodeado siempre del cariño y la atención de sus padres y un tutor, necesita amigos de su edad.
Francis Ford Coppola aborda el guión -similar al de Big, de Penny Marshall- con indudable profesionalidad. Como siempre que acepta un film de encargo, lo personaliza -aquí aporta recuerdos de su infancia, como la poliomielitis que le confinó en casa- y desarrolla las ideas que más le atraen. Jack ofrece una saludable reflexión sobre la fugacidad de la vida y la necesidad de aprovechar el tiempo. Y presenta ideas válidas sobre la amistad y sobre la infancia; el personaje que encarna Bill Cosby invita a pensar a Jack sobre la magia de esa edad tan especial.
Coppola resuelve varias secuencias con fuerza y emotividad; pero en general no pasa de la corrección. Parece que ha estado demasiado ocupado en controlar a Robin Williams -bien, en su papel de niño grande-, y que el propio relato le ha encorsetado un poco. Además, sorprende que haya cedido a veces al humor grosero o a la consideración superficial de la curiosidad de los chicos por el sexo.
Donde el director se ha sentido más suelto es en el cuidado de los diversos apartados técnicos. Dos de sus más antiguos colaboradores -el director artístico Dean Tavoularis y el montador Barry Malkin- le respaldan y, junto al oscarizado director de fotografía John Toll (Leyendas de pasión, Braveheart), crean para Coppola un producto visualmente deslumbrante, y muy ágil.
José María Aresté