Después de la tontadita de Prêt-à-porter, Robert Altman retoma los cauces del buen cine gracias a una historia de perdedores con cierto calado dramático. Años 30 en Kansas City. Johnny, un maleante blanco de poca monta, es cazado robando a un hombre de color, invitado del Hey-Hey Club, mítico local donde tocan los mejores jazzmen del país. Seldom, el negro gangster propietario, prepara un escarmiento. Para evitarlo, Blondie, la esposa de Johnny, secuestra a la esposa de un importante político que podría presionar a Seldom para llegar a un canje.
Como otras veces, Altman estructura su film con gran brillantez, ofreciendo piezas que parecen dispersas, pero que acaban siempre en su sitio. Además, el director se apoya con acierto en los números de jazz, rodados en directo sin play-back, de modo que el mismo film parece como una pieza de esta música, con sus distintos tempos. En este sentido, remite su logro a Cotton Club de Coppola, quizá incluso con mayor éxito. Destacan, en la reconstrucción de época, una trabajada fotografía, de perfectos colores e iluminación (Oliver Stapleton), y una esmerada dirección artística de Stephen Altman, hijo del director.
Hay situaciones bien elaboradas, de réplicas ingeniosas: las relaciones entre Blondie y Carolyn, o entre Seldom y Johnny, se describen bien. Jennifer Jason Leigh, Miranda Richardson, Harri Belafonte y Dermot Mulroney ponen, desde luego, mucho de su parte, con unas buenas interpretaciones. Quizá lo que peor regusto deja en la película es su marcado y fatal pesimismo: racismo, coacción, violencia, corrupción política, conforman una retahíla de males de la que siempre acaban siendo víctimas los más débiles.
José María Aresté