Como ya hiciera en La última tentación de Cristo o en La edad de la inocencia, Martin Scorsese abandona momentáneamente el tono hiperrealista y ácido de sus habituales radiografías de la sociedad norteamericana moderna -Malas calles, Taxi Driver, Toro salvaje, El color del dinero, Uno de los nuestros, Casino…-, para afrontar, con esperanzado afán de respuestas, la biografía del actual Dalai Lama. La historia abarca desde su infancia, marcada por su temprana designación en 1937 como la decimocuarta reencarnación del Buda de la Compasión, hasta su exilio a la India en 1959, después de soportar durante nueve años la invasión del Tíbet por la China de Mao.
Las interpretaciones son buenas, las imágenes son bellísimas y la inquietante música de Philip Glass les aporta un elemento de hipnótica fascinación. Sin embargo, todo este preciosista esplendor visual y sonoro no disimula una notable premiosidad narrativa y una gran blandura dramática. En realidad, como le pasó a Bernardo Bertolucci en Pequeño Buda, Scorsese sacrifica su proverbial rigor en aras de una poco matizada apología del budismo, realizada con un estilo efectista, entre onírico y documental, y con un cargante tono discursivo-meditativo.
Gran parte de la culpa de estos graves defectos es del guión de Melissa Mathison, la prestigiosa autora de E.T. Por un lado, su opción de narrar desde la perspectiva del propio Dalai Lama le acaba por imponer un desarrollo más reflexivo que narrativo, que fragmenta la trama en leves anécdotas dispersas. De este modo, el Dalai Lama resulta un personaje impreciso y distante, casi incapaz de conmover al espectador, aunque haga honor a su dignidad de kundun, esto es, de «océano de sabiduría».
Esta innacesibilidad se agranda por el tono hagiográfico de la película. Ciertamente, se aprecian los esfuerzos para no caer en la visión idílica que ofrecen otros films. Y así, en Kundun se muestra el atraso cultural del pueblo tibetano, la corrupción y ambición de algunos dirigentes que intentan un golpe de Estado, la existencia de ladrones y prisiones en la propia ciudad sagrada de Lhasa, el surgimiento de un movimiento armado nacionalista en el paraíso de la no violencia… Pero todo esto sólo toca de refilón al inconmovible Dalai Lama, que únicamente muestra cierta debilidad -cierta humanidad- en la muerte de su padre y en su ingenua transigencia inicial con un caricaturizado Mao Zedong.
Esta misma indefinición afecta a la alabanza de la solidaridad y del perdón que hace Scorsese, y a su reflexión sobre el valor redentor de la expiación de las propias culpas, uno de sus temas recurrentes. Al asumirse sin reservas la confusa doctrina budista sobre la reencarnación de las almas, esas sugestivas ideas se edifican en el aire; pues dicha doctrina conduce a un inevitable determinismo, que imposibilita un adecuado entendimiento de la libertad humana y, por tanto, del verdadero sentido del pecado y del arrepentimiento. Por otro lado, esto deja ver de paso la insustancialidad de la respuesta budista al sufrimiento, sobre todo al sufrimiento moral.
Jerónimo José Martín