Director: Shohei Imamura. Guión: Motofumi Tomikawa. Intérpretes: Koji Yakusho, Misa Shimizu, Fujio Tsuneta, Mitsuko Baisho, Makoto Sato. 117 min. Adultos.
Palma de Oro en el 50º Festival de Cine de Cannes, de 1997, bien que compartida con El sabor de las cerezas, de Abbas Kiarostami; no dejó de sorprender este ex aequo. Shohei Imamura es un maestro del cine, no sólo en Japón (allí nació en 1926) sino en todo el mundo. Entre sus últimas películas con mayor aceptación internacional están La balada de Narayama (Palma de Oro en Cannes 1983) y Lluvia negra (1989).
La anguila es una curiosa película, trágica, con final feliz. La historia es de Akira Kurosawa; pero el guión es de Motofumi Tomikawa. Y la historia es esta: Takuro mata a su mujer en un arrebato pasional al descubrirla con otro hombre en su propia casa. Ocho años de cárcel. Ya en libertad condicional, instala una peluquería en un pueblo cercano a Tokio.
Muy poco a poco Takuro se abre a los demás, pero ocultando su pasado. Salva a una joven -también herida por su pasado- que intenta suicidarse; ella, Keiko, entra a trabajar en la peluquería. Se van enamorando y…; y aquí podría poner algún telefilm el final feliz; pero ciertamente menos feliz que en la película de Imamura, pues Kurosawa, el urdidor de la historia, profundiza más: hace que Takuro asuma su pasada desgracia y su crimen, hace que Keiko se enfrente también a sus errores, a su cruel pasado, y lo resuelva. Sólo así puede venir la felicidad verdadera, hasta el despiporre, que es tal que hasta bailan sevillanas y cantan flamenco.
No sólo una buena historia sino un buen guión con sus diálogos es casi todo en una película. Imamura ha contado con las dos cosas; y sus personajes, esos dos y los secundarios, pueden ser bien interpretados, y puede ser recogida su manera de vivir con todos los matices de una cámara sensible como la de Imamura: la cadencia del relato, con sus ritmos lentos, sus silencios elocuentes…, repeticiones; con sus ritmos agitados, acelerados, de ansiedad. Y la alternancia de climas: oscuros, luminosos, fríos; lenguajes todos, con los sonidos -música, ruidos naturales-, para describir sin palabras más pliegues de la tela de la historia que los diálogos no alcanzan a decir.
Tal vez pueda parecer brusca la irrupción del pasado de Takuro, y especialmente el de Keiko, en el ya casi idílico paisaje de su linda peluquería junto al río; tal vez pueda parecer hasta hortera la fiesta final y la manifestación de alegría de unas criaturas -Keiko y Takuro- que sabemos profundas e interiormente ricas. Lo parece y lo es. La dura realidad no pide permiso a los guionistas de películas simplonas y supertaquilleras; y si los protagonistas han sido capaces de crimen y miseria moral -no es un telefilm en que violencia y vicio son decorativos-, son capaces luego de una seria regeneración y, también, de vulgaridad junto a su radiante alegría.
En todo caso, obtuvo merecidamente la Palma de Oro en Cannes.
Pedro Antonio Urbina