Director: Manoel de Oliveira. Intérpretes: Luis Miguel Cintra, Glicinia Quartin, Ruy de Calvalho, Beatriz Batarda, Diogo Doria.
A sus 87 años, el portugués Manoel de Oliveira sigue demostrando que es uno de grandes cineastas actuales. Basta ver esta singular tragicomedia coral, rodada en 1994, que adapta a la época actual una obra teatral de Prista Monteiro ambientada a principios de siglo.
La acción se desarrolla íntegramente en una callejuela de la humilde barriada lisboeta de Alfama. Ella es el escenario del cotidiano entrecruzarse de quince personajes, todos de escasos recursos, que simbolizan magistralmente los afanes, las grandezas, las frustraciones y las debilidades del ser humano. El motor de la historia es una hucha miserable, pero envidiada por todos, que recoge las limosnas que dan a un invidente. Cuando desaparece, estalla la tragedia.
La película está planteada como un sainete dramático, de asumido estilo teatral, que disimula Oliveira con un dominio impresionante del lenguaje cinematográfico. No le preocupa que se noten sus guiños descarados -el bebé que es una muñeca, el ciego que saluda a la cámara…-, porque sabe que estos detalles esperpénticos -al igual que la resolución visual, la música, los encuadres y movimientos…- están al servicio de la gran baza del film: unos personajes memorables, perfilados con tiralíneas, e interpretados con una convicción apabullante. Es sobre todo en este punto donde Oliveira demuestra que es un verdadero maestro.
Un maestro, sí. Porque, además de decir bien, Oliveira dice mucho en esta parábola fílmica. Quizá sea por influencia de su visión octogenaria del desconcierto que domina este final de siglo y de milenio. Pero el caso es que la mirada que lanza al interior de sus personajes está cargada de una sinceridad, una humildad y una hondura, absolutamente cautivadoras. No oculta la realidad del sufrimiento, ni del pecado -también de los pecados de los pobres-, pero les da respuesta con valentía, apostando firmemente por la esperanza, la comprensión y la caridad. Quizá resulte a veces demasiado comprensivo, como en el caso de la prostituta. Pero eso no empaña la amabilidad de su mirada, que se abre también con decisión a la trascendencia. ¿Quién no se sentirá fuertemente interpelido ante esa maravillosa versión a la guitarra del Ave María de Schubert, a cargo del maestro Duarte Costa, que introduce Oliveira a mitad de la película?
Jerónimo José Martín