Yoji Yamada tiene 83 años. Lleva sesenta trabajando en la productora Shochiku, donde ha dirigido 80 películas desde su debut en 1961. “Quiero rodar para capturar la atmósfera y la esencia. Una buena película rezuma encanto y fragancia. Quiero que mis películas sean así, pero no es tarea fácil, y por eso suspiro tanto durante un rodaje”. Hermosas palabras del anciano Yamada, en correspondencia perfecta con sus logros en esta deliciosa historia, que recuerda a la excelente Kabei, nuestra madre (2008), ambientada en el mismo periodo histórico, la era Showa, previa a la Segunda Guerra Mundial.
En 1936, la joven e inocente Taki sale de su aldea para trabajar como empleada doméstica de los Hirai, un matrimonio de la burguesía industrial de Tokio con un hijo de pocos años. El marido es ejecutivo de una fábrica de juguetes. Tokiko es un ama de casa a tiempo completo. Bella, delicada, elegante y sensible, en la universidad todos la admiraban.
Yamada y su coguionista desde 2000 Emiko Hiramatsu han adaptado una premiada novela de Kyoko Nakajima publicada en 2010. Y el relato, como todo el cine reciente de Yamada, es una maravilla tanto en su dimensión familiar como en el retrato social que lleva a cabo. Quiere Yamada ayudar “a los que la ven a sopesar qué es lo importante y qué no lo es, al comparar el presente con el pasado descrito en la película”. Lo logra de una manera bellísima, con una prosa poética deslumbrante en su fotografía, en la puesta en escena, en las interpretaciones medidas, en la música evocadora de Joe Hisaishi.
“La esperanza –dice Yamada– es algo muy tenue, es importante agarrarse a ella. Y siempre espero que ese sea el mensaje que llega a los espectadores de mi cine”. Los tres niveles narrativos de la película, que cubren un arco de 60 años, encajan de una manera conmovedora, en gran medida por el trabajo exquisito de Takako Matsu y Haru Kuroki. Esta, la más joven, se llevó el merecido premio a mejor actriz en la Berlinale.
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