Hace 300 años, en un mundo parecido al nuestro, la manipulación genética dio lugar a una nueva especie, los hermanos, similares a los vampiros, más evolucionados que el ser humano y que velan desde entonces por los hombres y la ciencia. Hasta el punto de que, en torno a La Hermandad, se ha articulado la gran religión universal. Las cosas cambian de pronto cuando un hermano rebelde, Edgar, comienza a asesinar humanos y a beberse su sangre. Un hijo de su misma madre, Silus, que es uno de los más destacados dirigentes de La Hermandad, sale en su búsqueda, con el doble objetivo de detenerlo y de evitar que los humanos descubran sus asesinatos.
A ratos, resulta sugerente la atmósfera retrofuturista que crea el neozelandés Glenn Standring (La verdad irrefutable sobre el demonio) a través de un masivo empleo de fondos digitales y de una agresiva planificación subjetiva y deformada, cercana en sus planteamientos estéticos a The Navigator, de su compatriota Vincent Ward. Sin embargo, muchas secuencias de acción no tienen vigor, las interpretaciones son demasiado estólidas, la sanguinolencia es desmesurada y, sobre todo, el guión no sabe adónde va. Resulta así un indigesto cóctel de realismo sucio a lo Hijos de los hombres, crítica al cientifismo y la manipulación genética a lo Gattaca, efectismos visuales a lo Matrix, expresionismo vampírico a lo Underworld, y misticismo esotérico anticatólico al estilo de El Código Da Vinci.