Disney estrena un extraño cuento de fantasía que, a pesar de su surrealismo, pone el dedo en la llaga en cuestiones de actualidad como la paternidad y la educación. El arranque es muy clásico: una pareja feliz recibe la dura noticia de su imposibilidad de tener descendencia. En seguida, se pone de manifiesto que depositaban todas sus esperanzas en ese hijo que no va a llegar: tenían decidido cómo iba a ser, qué aficiones iba a disfrutar, qué instrumentos musicales iba a tocar y qué deportes practicaría. Todo lo tenían escrito en un cuaderno: era un proyecto aparentemente perfecto. La narración fantástica empieza cuando una noche aparece en su jardín de forma misteriosa un niño ya crecido que va a cumplir una a una todas las expectativas de sus nuevos padres.
En la primera parte del film tenemos el antimodelo de padres: su hijo es un proyecto personal, proyecto por el que se desviven. Pero el desarrollo de la trama va desvelando la verdadera lección que ellos van a aprender: que la vida es un don, lleno a su vez de dones, y que la sabiduría está en acogerlos y aceptarlos sin pretensiones.
La cinta no es enfática ni didáctica, pero transmite un cierto aire capriano de espiritualidad positiva, aunque en la frontera entre un inmanentismo posmoderno y la apertura a un misterio sin rostro. ¿Quién “regala” al niño? ¿Quién se lo lleva? Esa providencia ¿es pura magia de la naturaleza o es “Alguien”? Preguntas que el cine posmoderno, incluso el de Disney como este caso, no sabe o no se atreve a responder.