Año 1928. Siete presos logran fugarse de una penitenciaría de Buenos Aires. ¿Pero conservarán la libertad? El argentino Eduardo Mignogna lleva a la pantalla su propia novela y la baña de clasicismo preciosista. Sirve con breves y enérgicos trazos las evoluciones de los evadidos, y retrotrae, cuando conviene, al pasado. No hay tiempo para detenerse con detalle en la vida de cada uno, pero nos deja la impresión de que conocemos a todos.
Gran parte del mérito del film reside en su armoniosa unidad y en el trabajo del amplio reparto coral. Miguel Ángel Solá ejerce de hilo conductor de la narración, que tienta a la suerte al refugiarse en la carbonera donde acababa el túnel que permitió la fuga; en la pared del local cuelga una página de periódico con la foto de los siete prófugos, que recuerda en todo momento quién ha caído y quién se encuentra todavía en libertad. Junto a ésta, tenemos historias de condenas injustas y malos policías, jugadores empedernidos y amores fatales, anarquistas dispuestos a morir por la causa, o la asociación improbable de un pobre diablo necesitado de afecto y un bruto peligroso de buen corazón. Nostalgia de títulos como La gran evasión o El padrino marcan esta importante película argentina, a ratos algo violenta y soez, pero dignísima como producto comercial.
José María Aresté