“Nunca ha pasado nada como la Segunda Guerra Mundial, que nos dé una idea de por qué había tanta solidaridad. Creo que todo el mundo se dio cuenta de que Occidente estaba en juego”, explica Steven Spielberg al comienzo del tercer capítulo de La guerra en Hollywood, una miniserie documental creada por Netflix que aborda el combate que libraron cinco directores de Hollywood desde un singular frente de batalla: el cine. En efecto, tal vez sea esta guerra mundial la única que, a los ojos de la historia, ha quedado mitificada como la guerra justa por antonomasia, aquella que salvó al mundo de precipitarse al abismo. Por ello, el relato de los cineastas que contribuyeron a forjar ese mito con sus documentales abre un abanico de posibilidades apasionantes, que esta miniserie sabe aprovechar con la conciencia de que, en gran medida, no está saliendo del lenguaje visual sobre el mito forjado por John Ford, Frank Capra, William Wyler, John Huston o George Stevens, sino que se inserta en él.
Entre la realidad y el mito
Decía el crítico de cine francés André Bazin que el western había nacido “del encuentro de una mitología con un medio de expresión”. Algo similar puede decirse de las películas filmadas por estos cinco cineastas durante la Segunda Guerra Mundial, aunque con una salvedad: esta vez no se trataba de elevar un tiempo pasado al rango de mito, sino de forjarlo al tiempo que los hechos reales se sucedían. “Salieron a un mundo donde no había guion, ni había un tercer acto que nadie pudiera escribir para salir del paso”, apunta Spielberg en el primer episodio. Así, en estos documentales –producidos con fines propagandísticos– el mito convivía de modo asombroso con la realidad misma, plasmada casi como una huella sobre la película de celuloide. Por muchas directrices que recibieran del Pentágono, aquellos directores no podían eludir lo evidente: la guerra en frente de sus cámaras, de sus ojos.
El cine encontró en el conflicto mundial su lenguaje más propio, alejándose de otras artes a las que antes imitaba, como el teatro o la literatura
A su vez, la estrategia narrativa por la que La guerra en Hollywood se inserta dentro de ese discurso del mito no deja de ser ingeniosa: la miniserie hace que sean los actuales creadores de mitos quienes cuenten la historia de sus predecesores. Esta conexión no es explicitada en ninguno de los episodios, pero sin duda está ahí. Si bien Steven Spielberg, Guillermo del Toro, Francis Ford Coppola, Paul Greengrass o Lawrence Kasdan quizá no sean hoy día los cineastas más valorados en términos artísticos, son quienes han perpetuado el papel del cine como creador de mitos.
Por otra parte, esta conexión entre pasado y presente es acentuada en el caso de Spielberg y Wyler o Del Toro y Capra: el primero confiesa admirar a Wyler por haber sido un director judío comprometido con su fe y su cultura, mientras que Del Toro se identifica a sí mismo con Capra por su condición de inmigrante, y desarrolla en sus diferentes intervenciones cómo Capra llegó a encarnar el ideal del sueño americano: “Capra sale de la guerra de una manera que parece un cuento de hadas, como sus fábulas, casi como Pinocho”, sostiene. “Se convirtió en un ‘niño de verdad’, un verdadero americano. Encarnó los principios de un país formado por inmigrantes”.
Un campo de pruebas para el cine
La guerra en Hollywood muestra también cómo, sin haberlo buscado, el cine encontró en la Segunda Guerra Mundial su mejor campo de pruebas. En pocos años, el ingenio de los directores que combatieron en la “campaña de Hollywood” hizo que los recursos visuales del cinematógrafo crecieran como no lo habían hecho en las décadas anteriores. Al mismo tiempo, el cine encontró en esta encrucijada su lenguaje más propio, alejándose de otras artes a las que antes imitaba, como el teatro o la literatura. En esta línea, Ford no dudó en colocar su cámara junto a las ametralladoras antiaéreas en la batalla de Midway –“su respuesta fue puramente cinematográfica”, señala Greengrass–, al precio de ser gravemente herido, y Wyler decidió subirse a un bombardero en una misión sobre territorio alemán, a costa de quedarse sordo por la vibración del avión.
La miniserie hace que sean los actuales creadores de mitos quienes cuenten la historia de sus predecesores
Además, el tercer capítulo cuenta cómo, en los últimos meses del conflicto, el cine descubrió que todavía le quedaba un último papel por desempeñar, muy distinto de la propaganda: ser el registro visual del horror del exterminio nazi. Su capacidad única para capturar la realidad –como bien apuntó Bazin en sus reflexiones sobre la ontología de la imagen fotográfica– hizo del cine el mejor testimonio en los Juicios de Núremberg. La proyección de las películas filmadas por George Stevens en la liberación de campos como Dachau sería un punto de inflexión en el transcurso de estos juicios. Tampoco Stevens volvió a ser el mismo: “Lo que vieron les cambió para siempre a él y a los demás”, sentencia Lawrence Kasdan.
Pese al innegable horror de los crímenes de guerra, la miniserie sabe reconducir las emociones del espectador hacia el optimismo y la esperanza. En este sentido, su epílogo habla sobre la capacidad del cine para ensanchar el alma de los espectadores y sacar a la luz lo mejor que hay en ellos. Tal es el caso del documental Let There Be Light (1946), sobre la recuperación psicológica de los veteranos de guerra: una declaración velada de John Huston sobre la capacidad del cine para curar las heridas de toda una nación. A fin de cuentas, aquellos cineastas no solamente habían presenciado el horror, sino también grandes actos de valentía y compasión, de los que darían testimonio con sus películas de después de la guerra, como Los mejores años de nuestra vida (1946), de Stevens, o ¡Qué bello es vivir! (1946), de Capra. Así lo afirmaba este último: “Hay bondad en el mundo. Y es maravilloso”.
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