La habitación del hijo

TÍTULO ORIGINAL La stanza del figlio

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GÉNEROS

Director: Nanni Moretti. Guión: Linda Ferri, Nanni Moretti Heidrun Schleef. Intérpretes: Nanni Moretti, Laura Morante, Jasmine Trinca, Giuseppe Sanfelice, Silvio Orlando, Claudia Della Seta, Stefano Accorsi. Jóvenes-adultos. 95 min.

Nacido en Brunico en 1953, el actor, director, guionista y productor Nanni Moretti interrumpió la mediocridad del cine italiano de los años 80 con películas como Bianca (1984), La Misa ha terminado -Oso de Plata en la Berlinale de 1985- o Palombella Rossa (1989). Más tarde, se convirtió en un cineasta emblemático de los 90 gracias a Caro diario -Premio al mejor director en el Festival de Cannes 1993- y Abril (1998). En estas dos divertidas exposiciones autobiográficas, Moretti consolidó un atractivo humanismo postmarxista, hipercrítico con el progresivo aburguesamiento de los partidos europeos de izquierda y dialogante con el cristianismo, a pesar del supuesto comunismo ateo de sus cimientos. Ahora, extrema ese humanismo en su noveno largometraje, La habitación del hijo, un brusco giro hacia el drama que le valió la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2001.

El guión describe el terremoto vital que la inesperada muerte de un hijo adolescente provoca en una familia de Ancona, bien avenida, de izquierdas y agnóstica. El padre, un prestigioso psicoanalista, se niega a aceptar esa «cruel jugada del azar» y cede a un irracional sentimiento de culpa. La madre se encierra en sí misma y se aleja del esposo. Y la hija adolescente, la más serena, recurre a la práctica voraz del deporte y al consuelo de la religión. El creciente distanciamiento mutuo pondrá en peligro la unidad familiar. Sin embargo, una carta de la secreta novia del hijo muerto ofrecerá a todos una nueva oportunidad.

Aunque incluye un par de tontos detalles obscenos, Moretti resuelve este drama terrible con un depurado realismo formal, muy sobrio en su exposición -sobre todo en sus anticipaciones y símbolos-, de valiente honestidad interna y sin concesiones al melodrama efectista. De este modo, las interpretaciones -más interiorizada la de Nanni Moretti, más a corazón abierto la de Laura Morante- alcanzan una desgarradora eficacia emocional, y desvelan -quizá sin que Moretti lo pretenda- la desoladora impotencia ante el dolor y la muerte que sufren los que carecen de convicciones religiosas.

Y es que si el dolor no es, al menos, «el altavoz que Dios emplea en un mundo de sordos» -como decía el C.S. Lewis de Tierras de penumbra, de Richard Attenborough-, la vida resulta absurdamente masoquista. Y si la muerte -esa realidad innombrable en la película- no tiene un sentido trascendente, abre de par en par las puertas de la desesperación. Y eso, aunque los supervivientes encuentren ariadnas de todo a cien para salir del vacío laberinto de su propio sufrimiento: un superficial romance juvenil, el deporte enfebrecido, la asunción de los pecados del hijo, el contrapunto de los dolores ajenos… «Yo no soy creyente -ha reconocido Moretti-; y para mí, cuando se cierra el ataúd es realmente el final». Una perspectiva ciertamente atroz. De todos modos, la reapertura a los demás que propugna su película ya es un paso de gigante en la dirección apropiada.

Jerónimo José Martín

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