José Luis Garci (El crack, Volver a empezar, Canción de cuna) retorna a la gran pantalla con esta adaptación libre de la obra del catalán Josep Maria de Sagarra, galardonada con el Premio Nacional de Teatro en 1955 y poco después llevada al cine por Tulio Demicheli.
El protagonista es el doctor Molinos (Fernando Guillén), un prestigioso cardiólogo de finales de los 50. Liberal y agnóstico, está enfrentado con su esposa Isabel (Mercedes Sampietro), una amargada beata que no le hace caso desde hace años; y también con su hija, sor María (Cayetana Guillén), una joven monja misionera cuya vocación no entiende. Además, mantiene un intenso romance con Julia (Beatriz Santana), una compañera de trabajo. Harto ya de su esposa -que le deniega una separación amistosa-, el Dr. Molinos decide asesinarla. Pero el destino le depara unas cuantas sorpresas. Serán testigos de esta creciente espiral de amores y odios la superiora del convento de sor María (Julia Gutiérrez Caba), que se afana por renconciliar al doctor con su hija; y las dos divertidas criadas de la casa (María Massip y Neus Asensi), que intentan olvidar sus penas escuchando la radio.
Garci dice haber realizado esta película «con la cámara a la altura del corazón». Y, desde esa posición de cámara, la ha dotado de la serena belleza clásica -larguísimos planos introspectivos, tempo lento, audaz utilización de la elipsis, una música y una fotografía enormemente evocadoras…-, de la fascinante dirección de actores, del humor sencillo y popular, del entusiasmo y de la progresiva capacidad de asombro que delimitan desde hace años su estilo como director de cine.
Quizá cabe reprocharle que, en su afán de concisión narrativa, deja a veces un tanto desdibujado a algún personaje, o al menos retarda en exceso su plena definición, como ocurre con sor María. También pesan un poco los excesos discursivos de algunos diálogos y la reiteración o el alargamiento de algunas situaciones meramente incidentales, como las conversaciones entre las criadas. Pero estos defectos en la planificación final no ensombrecen demasiado la altísima calidad visual e interpretativa de la película ni la hondura de su tratamiento de fondo.
Garci ha tendido a presentar la película como un melodrama romántico. Pero esta calificación resulta discutible. Porque, sorprendentemente, ha reducido la historia de amor entre el doctor y Julia a un simple contrapunto, y el intento de asesinato, a un levísimo apunte. El verdadero clima se alcanza en la recta final, cuando Garci encara los fuertes dilemas éticos de los personajes. Así que La herida luminosa resulta a la postre sobre todo un melodrama moral y religioso, más cercano -al menos por dentro- a Carl Dreyer, Robert Bresson o Krzysztof Kieslowski que a Leo McCarey, Douglas Sirk o John Stahl.
A tenor de su intensísimo desenlace, parece como si el principal afán de Garci fuera desvelar el secreto de la vocación religiosa de sor María, de esa misteriosa y envidiable luz interior con que Dios ilumina a algunas almas y, a través de su heroico sacrificio -que no es una huida sino un compromiso radical-, a tanta «gente desvalida que necesita que se le ayude». Se presenta como una luz a veces incómoda, porque hace ver con nitidez las sombras de los propios defectos y las fuertes exigencias morales de la condición humana. En este sentido, Garci no oculta sus propias dudas, por ejemplo respecto a la indisolubilidad del matrimonio. Pero, a la vez, es una luz amable, que lleva a comprender -aunque no a disculpar- a todas las personas, también a esas «que no creen en lo que creemos tú y yo», como dice sor María a su madre. Es además una luz muy alegre, que alivia como un bálsamo los corazones rotos por la adversidad y hasta permite aceptar la muerte como «la puerta de la verdadera vida».
Hasta con sus dudas y vacilaciones, para mí La herida luminosa es sobre todo un valiente desmarque ante tanto escepticismo cínico y paralizante; un rotundo acto de fe en el hombre…, y también en ese Dios, «todo perdón», que «no roba, sólo toma prestado», y llena de luz las vidas, tantas veces en tierras de penumbra, de los seres humanos.
Jerónimo José Martín