En 1972 Joseph Mankiewicz filmó una obra maestra, adaptación de la obra teatral de Anthony Shaffer en la que se asiste al juego que propone Andrew Wyke (Laurence Olivier), un famoso escritor de novelas policíacas, al joven peluquero Milo Tindle (Michael Caine), amante de la mujer de Wyke. El director de Julio César rodó un thriller psicológico de alto nivel y regaló al público un recital interpretativo de Olivier y Caine, que 35 años después no ha perdido brillo (ver reseña del DVD).
El material de La huella era tan bueno que no sorprende la idea que tuvieron algunos -Jude Law es productor- de hacer una nueva versión de la obra. Hay algunas sabias decisiones: recortar el metraje drásticamente (de 139 a 86 minutos); contar con Michael Caine para interpretar un papel absolutamente distinto (no sólo al suyo sino al de Olivier); contratar a Branagh -el más teatral de los cineastas actuales- para dirigir la película; pedir al Nobel británico Harold Pinter (experto en retratar personalidades ambiguas en ambientes turbios) para reescribir el guión.
Branagh, al ritmo de la ajustada música de Patrick Doyle, logra una puesta en escena deslumbrante. La mansión georgiana de la cinta original solo conserva la fachada. En el interior, los grotescos muñecos del famoso novelista han sido sustituidos por las nuevas tecnologías: las cámaras de seguridad, las pantallas de plasma, los mandos o los ascensores trasparentes le dan la posibilidad a Branagh de realizar tomas imposibles, encuadres originales y extrañas combinaciones cromáticas. Todo en esta puesta en escena acompaña al texto de Pinter, mucho más duro, seco, incómodo y desasosegante que el de la versión anterior. Y también, más soez e hiriente, de forma que la película resulta más adecuada para adultos que la anterior.
Los primeros 50 minutos de La huella son sensacionales. La película tiene ritmo; la trama, el vigoroso montaje y el duelo de los protagonistas atrapan al espectador. El problema está en el tercer acto. En el desenlace Pinter se aparta de la obra original, prescindiendo del original juego de adivinanzas de Tindle y el ágil y contundente clímax final de la obra de Mankiewicz para alargar el duelo con una nueva vuelta de tuerca (muy propia de Pinter, “Provocaciones S.A.”, incluyendo una blasfemia y un guiño gay) que se presenta inverosímil.
En cuanto a la interpretación, Law no es Olivier y, aunque se luce en algunos momentos, en otros sobreactúa o deja al descubierto sus limitaciones. Pero Caine sigue siendo Caine y verle (y escucharle) actuar es un gozo.