Tras ganar el prestigioso premio Caldecott y gozar de éxito mundial, era previsible que la imaginativa novela infantil La invención de Hugo Cabret, del estadounidense Brian Selznick, fuera llevada a la gran pantalla. Lo que nadie esperaba es que lo hiciera Martin Scorsese, que nunca había afrontado el género familiar, y cuyas últimas películas habían sido el duro drama policiaco Infiltrados y el complejo psico-thriller Shutter Island. Pues bien, el veterano cineasta neoyorquino ha conseguido un precioso cuento dickensiano y cinéfilo, que le ha valido el Globo de Oro 2011 al mejor director, así como once candidaturas a los Oscar, incluidas las más importantes.
La acción transcurre en el París de los años treinta. En los secretos pasillos de una inmensa estación de tren malvive Hugo, un niño inteligente y sensible, huérfano tras muchas desgracias, que continúa con la labor de su padre: mantener los numerosos relojes del recinto. El encuentro con George, dueño de una tienda de juguetes, el empeño por escapar del implacable policía de la estación y la amistad inesperada con Isabelle, ahijada del arisco George, llevarán a Hugo a descubrimientos vinculados a un autómata que su padre dejó inconcluso.
Fidelísimo al relato gráfico de Selznick –en parte, escrito, en parte dibujado—, el guión de John Logan (El aviador) dosifica con habilidad las diversas intrigas y crea una sugestiva atmósfera mágica, que Scorsese eleva a la enésima potencia gracias a la dirección artística de Dante Ferretti, al vestuario de Sandy Powell, a la fotografía de Robert Richardson y a una planificación sensacional, que por fin emplea el 3D estereoscópico con un desbordante sentido de la estética del Séptimo Arte. Una estética que es homenajeada con entusiasmo por Scorsese, incluso a través de abundantes escenas de películas de los grandes del cine mudo, como los hermanos Lumière, Méliès, Harold Lloyd, Buster Keaton, Charles Chaplin…
Dentro del premeditado histrionismo típico del género familiar, el variopinto reparto da la talla en todo momento, con el niño Asa Butterfield y el veterano Ben Kingsley como líderes. Y su trabajo se ve acompañado con vigor por la nostálgica banda sonora de Howard Shore. Se redondea así una película antológica, cuyas leves caídas de intensidad narrativa se compensan siempre con una resolución formal apabullante y una emotiva reivindicación de la fantasía, el cine, la literatura y el trabajo bien hecho.