El documental se está convirtiendo en uno de los géneros fílmicos más vitales y que más está influyendo en la estética de los demás. En España, esta tendencia se ha concretado en el auge del llamado «documental de creación», que toma su nombre del máster homónimo de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona. De allí han surgido varias películas muy originales, en las que los límites entre ficción y realidad están muy difuminados.
Además del veterano Joaquín Jordá («Monos como Becky»), el gran inspirador de este movimiento creativo ha sido José Luis Guerín, que puso las bases de su estilo en «Innisfree» y «Tren de sombras», y sentó cátedra en la premiadísima «En construcción». En esta última película fue montadora Mercedes Álvarez, que el año pasado ganó numerosos galardones con su documental «El cielo gira». Y de esta fructífera escuela ha salido también Isaki Lacuesta, nacido en Gerona en 1975 en el seno de una familia de origen vasco. Después de sorprender con su primer largometraje, «Cravan vs. Cravan», ahora ha confirmado su calidad en «La leyenda del tiempo», donde se acerca al flamenco desde un enfoque singular.
El título procede del famoso disco de Camarón, publicado en 1979, y que se convirtió en el pistoletazo de salida del flamenco-fusión. En torno a la mitificada figura del desaparecido cantaor giran las vidas de los dos personajes cuyas historias se entrecruzan en la película. Por un lado está Isra, un espabilado niño gitano de la isla de San Fernando, que deja de cantar para guardar luto por la muerte de su padre. Esta decisión cambia sus sueños, marca sus relaciones con familiares y amigos, y dota de un inesperado dramatismo a su incipiente romance con una chica del pueblo.
La otra línea argumental sigue los pasos de Makiko, una joven enfermera que deja su trabajo en Japón y a su padre enfermo, y viaja a San Fernando para aprender a cantar flamenco como Camarón. En la isla conoce a Pijote, hermano del famoso cantaor, y a un japonés curtido en mil aventuras y que ahora trabaja en una almadraba. Ellos dos harán ver a Makiko las dificultades de su empeño, ensombrecido además por el agravamiento de la enfermedad de su padre.
Asegura Lacuesta que su película, «más que un documental, es una película sin guión, a veces documental, y otras ficción». Con este planteamiento se lanzó a hacer «una película de gentes, rostros y sentimientos», con la única «guía narrativa» de las historias que su inquieta cámara iba filmando en su periplo andaluz. Algunas de esas historias se desinflaron y dos de ellas cuajaron, a veces con el propio impulso del director.
Ese afán de Lacuesta de «ser ganado por la vida real» se traduce en una gran frescura narrativa e interpretativa, sobre todo cuando sus no-actores se olvidan de la presencia de la cámara. Arranca entonces momentos de gran valor dramático, que permiten profundizar en unos afanes sorprendentemente universales. Ciertamente, a ratos la película se torna insustancial o deja entrever un cierto envaramiento en los personajes. Pero esos bajones nunca enturbian la mirada de este joven realizador, al que sin duda le quedan muchas historias por contar.