En La momia y El regreso de la momia, Stephen Sommers confirmó la vigencia de las aventuras clásicas a lo Indiana Jones, incluso cuando van más aderezadas que los originales con humor disparatado y terror nostálgico. Ahora toma el testigo el irregular Rob Cohen (Pánico en el túnel, XXX, A todo gas), que -como era de esperar en él- da primacía a la acción sobre los demás elementos.
Esta vez, la trama no se inicia en Egipto, sino en una China ancestral, tiranizada por el emperador Han, que construye la Gran Muralla sobre los restos de sus enemigos muertos y domina el país por medio de artes mágicas que le permiten controlar los cuatro elementos esenciales: la tierra, el agua, el aire y el fuego. Hasta que una hechicera despechada convierte a Han y a todo su impresionante ejército en figuras de terracota.
Siglos después, en 1946, Alex O’Connell, el temerario hijo -ya en la veintena- del aventurero Rick O’Connell, descubre la tumba del emperador Han justo cuando sus padres devuelven al Museo de Shanghai una piedra preciosa. La piedra tiene el poder de sacar de su letargo mágico al ambicioso emperador, que intentará despertar también a todo su ejército.
Quizá cabe reprochar a Rob Cohen que su película es la más episódica y la más fantástica de toda la saga, y también la menos divertida. Sin embargo, esta tercera entrega es quizá la mejor ambientada y la más espectacular de todas. El resultado es otra buena película para todos los públicos, que mantiene viva la llama de los géneros cinematográficos de siempre.