Director: Patrice Chéreau.Intérpretes: Isabelle Adjani, Daniel Auteuil, Vincent Pérez, Virna Lisi.
Esta superproducción viene precedida de una gran propaganda, que da a conocer su desmesurado coste, la calidad del equipo técnico y la de sus actores. Se presenta, tras el festival de Cannes de 1994, acompañada de premios y candidaturas a galardones de otros festivales. Probablemente, tanta expectación no defraude, bien al contrario.
Finales del XVI: Francia está encarnizadamente dividido entre católicos y protestantes; Catalina de Médicis consigue de su hijo el rey Carlos IX que autorice la matanza de protestantes que hará famosa la noche de San Bartolomé, al tiempo y con ocasión de la boda de su hija, Margarita de Valois, con el protestante Enrique de Navarra. Otros personajes históricos y literarios invaden la escena con su afán de poder, sus odios, crímenes, lujurias, egoísmos, miedos, celos… en una enmarañada y asfixiante trama urgente que no deja lugar siquiera a una brizna de humanidad.
No ha querido la guionista, Danièle Thompson, ni el director, Patrice Chéreau, hacer un fiel relato histórico, sino tomar pie de hechos y personas reales y recrear un mundo interior, adaptando las obras de Dumas, Dreville, H. Mann y Marlowe. Se subraya y condensa una psicología, unas pasiones, con trazos certeros y rápidos, colores precisos y fuertes, que dan la impresión de verdad, de resumido juicio, no de una época, sino de la maldad del hombre de todo tiempo.
Conocer la historia y su compleja trama ayuda a alcanzar mejor esa visión; pero en todo caso es contundente y rotunda la presencia de una humanidad en conflicto: gracias al color que, especialmente en los vestidos, adquiere categoría de lenguaje; gracias a la claridad de la música; a los diálogos, perfectos y expresivos; al trazo y perfil de cada uno de los personajes, por breve que sea su cometido; los brillantes planos de rostros, de cuerpos, sobre una opresora oscuridad. De alguna manera, todo adquiere la genial simplicidad del teatro clásico, de la tragedia griega, del relato bíblico, y su hondura.
La reina Margot queda como una obra redonda, cerrada, bien ensamblada. Con su vertiginoso ritmo de imágenes, su movido colorismo pictórico, no escatima brutalidad sexual, irracional violencia, espasmódicos altos de aberraciones y sangre, junto a tiempos blancos, de silencio, de serena belleza.
Pedro Antonio Urbina