Stephenie Meyer, al igual que J.K. Rowling, ha recordado a padres, profesores y editoriales que a los jóvenes les puede gustar leer pero hay que dar con el producto adecuado. Su saga vampírica tiene el lenguaje de una adolescente, una estructura clásica, todos los elementos de las novelas de aventuras y un fondo bienintencionado. La adaptación a la pantalla grande despertó gran expectación, y los fans de Crepúsculo, a pesar de poner numerosas objeciones, acabaron por darle el visto bueno. La segunda entrega de los amores de Bella Swann y su novio Edward Cullen era esperada sin reservas.
La historia comienza donde terminó Crepúsculo. Bella Swann sigue profundamente enamorada del atractivo vampiro y quiere convertirse en una más del clan para estar siempre junto a él. Naturalmente, Edward se niega. La situación se hace insostenible: junto a los Cullen, Bella está en peligro, como demuestra un pequeño incidente durante unas fiestas. Para protegerla, Edward decide alejarse de su vida. Bella, sola y triste, encuentra consuelo en su viejo amigo indio Jacob Black, lo que dará origen a nuevas aventuras.
Hay pocas variaciones respecto a la primera entrega y el tema de fondo permanece inalterado: el amor sincero exige sacrificio y renuncia. Los productores mantienen el mismo tono y apenas se nota que haya cambiado el director. Chris Weitz (Un niño grande) sigue los pasos de Catherine Hardwicke; todos quieren traducir con fidelidad las novelas de Stephenie Meyer -siempre presente en el plató-, lo que no es mala receta visto el éxito de Crepúsculo.
Esta película tiene más acción que la primera y una trama más compleja -para muchos, es la mejor novela de la saga-; ahora son dos galanes los que se disputan el amor de la dama, y dos estirpes las que se enfrentan. La ambientación mejora, tiene un delicioso toque irreal, al que contribuyen el director de fotografía, el español Javier Aguirresarobe, y la música de Alexandre Desplat.
Para los fans de la saga.