En 2003, Jaime Rosales (Barcelona, 1970) conseguía colar su primer largometraje, Las horas del día, en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes y ganar el premio Fipresci de la Crítica Internacional con el austero relato de la vida “corriente” de un asesino en serie.
Con esta segunda película, también aplaudida en la sección “Una cierta mirada” de Cannes, Rosales consiguió hipnotizar a la crítica y convencer a la Academia de Cine española, que -contra todo pronóstico- acaba de elegirla mejor película nacional de 2007. Además de este Goya, La soledad se ha llevado otros dos: mejor director y mejor actor revelación.
Frente al éxito comercial de El orfanato, la película de Rosales tuvo un paso fugaz por la cartelera y una exigua taquilla. La cinta tendrá ahora una segunda oportunidad, pues se resstrena en las salas de cine con 30 copias.
La soledad cuenta la historia de dos mujeres: Adela, joven madre separada, y Antonia, viuda con tres hijas ya adultas. Rosales aprovecha sus aparentemente normales existencias para hablar de temas universales: del sufrimiento, del miedo a la muerte, de la maternidad y sobre todo de la soledad, una soledad existencial, como señala el propio cineasta, que rodea al individuo cuando descubre que está solo ante un dolor profundo, ése que es difícil compartir con alguien.
No es sencillo adentrarse en estos temas con una cámara al hombro y hacen falta convicción y audacia para colocar estas reflexiones en la pantalla. Rosales sale airoso del trance gracias a un sólido guión -el dibujo de personajes es excelente y los diálogos tienen mucha fuerza-, unas magníficas interpretaciones y una novedosa forma de rodar y montar: la polivisión (mostrar en una misma escena dos pantallas que muestran diferentes perspectivas).
La soledad es una película contemplativa y por eso excesivamente lenta en algún tramo. Hay un poso de tristeza, más por el tema que por el planteamiento, no desesperanzado pero falto de una apertura más clara a la trascendencia, que la propia narración pide a gritos. Sin embargo, hay también -y es, junto con la radicalidad formal, lo más valioso de la película- una mirada optimista sobre el ser humano y su capacidad de “resurgir”, especialmente cuando cuenta con el apoyo de la familia, que, a pesar de los pesares, se muestra como el mejor antídoto frente a la soledad.