En los últimos años del siglo XIX, dos historias de amor y ambición se entrecruzan entre Londres y México. Mauro Larrea y Soledad Montalvo comparten las desdichas que les llevan a encontrarse de nuevo en la finca jerezana de viñedos La Templanza, para intentar reencauzar sus vidas. Al igual que en Tiempo entre costuras, la primera novela de María Dueñas, la narración da constantes saltos en el tiempo y cambios de localización para expresar la imprevisibilidad del destino y la dificultad para reconstruir una vida marcada por el pasado.
Con un diseño de producción excelente en el que han intervenido hasta tres de las mejores productoras españolas (Amazon, Atresmedia y Boomerang TV), La Templanza es una serie que pone todo de su parte para ser lo más fiel posible al libro desde el punto de vista escénico y visual. La fotografía de Óscar Montesinos y Bernat Bosch (El inocente), el vestuario de Pepo Ruiz Dorado y, especialmente, la dirección de arte de Dídac Bono (Lo imposible) recrean al detalle la época y la decadencia de la alta burguesía en lugares tan diferentes del mundo como Jerez, México y Londres.
En el reparto, con la excepción de Leonor Watling, Emilio Gutiérrez Caba y Juana Acosta, no hay la galería de estrellas que podíamos esperar de una producción así, pero el casting es muy acertado y el nivel interpretativo en ningún momento desmerece. Los problemas de la serie provienen más del origen: la novela de María Dueñas. Una historia telenovelesca muy bien documentada y con una delicadeza que, sin embargo, carece del ritmo, la intensidad y la complejidad de Tiempo entre costuras. Algunos de los numerosos giros en la trama resultan demasiado artificiales, al igual que el desarrollo del arco dramático de varios personajes. Los capítulos y la temporada se hacen demasiado largos, con escenas de relleno que no transmiten el grado de fascinación narrativa que sí genera la belleza visual de cada plano.
Aun así, la serie supera con creces a ficciones españolas de perfil similar como las producidas por Bambú: Gran Hotel, Alta mar o Velvet. La novela de María Dueñas tiene limitaciones pero también mucho oficio. Hay una sutileza natural que se mantiene en la narración evitando la caída en el culebrón efectista.