De entrada, la historia de Pablo Domínguez, un cura muerto en accidente de montaña con 42 años, no se diría capaz de conformar un apasionante documental. Cabe esperar en el mejor de los casos el acercamiento a una “buena persona”. Sin embargo, los prejuicios se desvanecen enseguida. La última cima es memorable, y confirma el buen sabor de boca que Juan Manuel Cotelo dejó con El sudor de los ruiseñores.
Vertebra la película la mirada directa de Cotelo, que en varios momentos interpela al espectador provocativamente, dando rienda suelta a sus cualidades actorales, un poco a lo Michael Moore, pero sin trampas.
Ha manejado el director muchas horas de grabación de personas que trataron a Domínguez: otros sacerdotes, alumnos y alumnas de la Facultad de Teología de San Dámaso -de la que era decano-, padres y hermanos, amigos y amigas… Y entre tanta declaración abundan los momentos conmovedores, y también los divertidos. Además ha acudido a fragmentos de una conferencia del protagonista del documental, y al audio de una entrevista y unos ejercicios espirituales.
Pero el acierto es combinar todo este material, con la opinión de gente de la calle sobre lo que define a los sacerdotes hoy. Esto permite abordar por contraste -entre el estereotipo y el caso Domínguez- temas como la distancia entre fieles y curas, el celibato, la misa, los sermones, la confesión… La narración fluye ágilmente hacia su clímax, la muerte en el Moncayo junto a otra montañera, y tiene el acierto de hacer ver que… la muerte no es el final, como parece indicar la misma existencia de esta película.