Directores y guionistas: Paolo y Vittorio Taviani. Intérpretes: Isabelle Huppert, Jean Hugues Anglade, Fabrizio Bentivoglio. 98 min.
Parece haberse querido conservar o recrear la impronta romántica de la novela de Goethe junto con su espíritu racionalista. Hay por eso una curiosa conjunción de idealismo utópico y de decoro convencional; de educación, ciencia y de pasiones elementales; de obligatoriedad moral que frena la irracionalidad romántica.
Bien es cierto que al ser trasladada la acción a la Toscana, la luz da a todo, sin anular lo anterior, el protagonismo de lo mediterráneo: ya no es el castillo de la novela, sino un palacete en el campo, desde el que se establece continuidad visual con el paisaje, claro y soleado, el agua transparente, y el bosque, traspasado de luz. El agua y la luz dan un carácter definitivo a esta bellísima estampa de amor refinado y trágico. Los hechos son ciertamente trágicos, pero distanciados, solemnes, elegantes; como si la educación racionalista no permitiera a la naturaleza humana gritar, y a veces ni hablar siquiera.
Carlota y Eduardo se encuentran tras años de ausencia y revive en ellos su primer amor. Casados, se establecen en ese palacete, sobre el que proyectan obras de ingeniería para hacer productiva su gran propiedad rural. A pesar de la reticencia de Carlota, Eduardo llama para esta tarea a su amigo de la infancia Otto, arquitecto. Como si lo presintiera, Otto y Carlota se sienten atraídos, y ella, para evitar lo indebido, llama a su lado a su ahijada Otilia. Pero ésta y Eduardo se sienten apasionadamente atraídos también. Planteada así la situación, en esa pugna entre la «afinidad» y la «elección», unos pelearán por el bien domeñando su naturaleza, otros caerán y rectificarán, otros se dejarán arrebatar por la pasión hasta ir contra los lazos más fuertes de la sangre y del deber.
El desarrollo del argumento es, como en la novela de Goethe, melodramático; aunque los hermanos Taviani, tanto en el movimiento de cámara como en la dirección de actores, hacen de todo él un juego de contención y mesura, de distanciamiento incluso. La interpretación es sobresaliente, magnífica en Isabelle Huppert (Carlota), que consigue en pequeños gestos, apenas esbozados, traducir su turbado mundo interior.
Muy probablemente, esta película no obtendrá el favor del gran público. La novela de Goethe no es hoy un best-seller; sin embargo, mantiene viva la realidad de la condición humana, su interés y ejemplaridad. Y la película es sin duda una obra digna de aplauso, que no está, a pesar de los fallidos intentos de la propaganda, en la línea de un dislocado erotismo -unas imágenes sacadas de contexto y magnificadas-, sino en la línea fiel al espíritu de Goethe.
Pedro Antonio Urbina