James Ivory –el más británico de los cineastas norteamericanos– bucea de nuevo en la literatura inglesa del siglo XX. Adapta ahora la novela Los restos del día, que valió el Brooker Prize 1989 al escritor de origen japonés Kazuo Ishiguro. Ocho candidaturas a los Oscars –incluidas a la mejor película, director, actor y actriz– confirman que la fórmula Ivory sigue funcionando muy bien.
El trabajo de adaptación de Ruth Prawer Jhabvala era esta vez mucho más difícil, pues la novela de Ishiguro es muy introspectiva y basa toda su fuerza en la mirada sutil que ofrecen los personajes sobre unos hechos aparentemente triviales. Por eso tiene más mérito el guion que ha conseguido, solidísimo y absolutamente fiel a la novela original.
En 1956, durante un viaje en coche por Inglaterra, Stevens (Anthony Hopkins) rememora sus 30 años como mayordomo de Darlington Hall, una lujosa mansión en la que acaecieron hechos importantes para la historia de Inglaterra. Stevens hace examen de conciencia sobre sus relaciones con el anterior dueño de la mansión –al que siempre consideró un gran hombre– y con Miss Kenton (Emma Thompson), la antigua ama de llaves. Poco a poco, tendrá que reconocer que ha servido toda su vida a un hombre indigno, que se dejó seducir por el nazismo, y aceptar que su estricto sentido de la profesionalidad le impidió comprender el amor que Miss Kenton sentía hacia él.
Se puede reprochar al guion que trata con menos profundidad que la novela la dignidad y trascendencia que otorga Stevens a su trabajo. Esto matizaría el sombrío retrato que se hace del mayordomo, pues para él habría razones de índole superior que justificarían sus frías actitudes hacia los demás. De todos modos, esto aparece en el libro de un modo reflexivo, muy difícil de desarrollar en imágenes.
Ivory adopta en su exquisita puesta en escena el meticuloso punto de vista del mayordomo. Así, predomina el ambiente tenso y hasta claustrofóbico que impone el lento discurrir de los quehaceres más ordinarios. Hechos tan nimios como una gota de sudor que deja caer el padre de Stevens mientras sirve la mesa, el ritual de la colocación de los cubiertos, una estatua cambiada de sitio… son los que impulsan la tensión de la historia, en cuanto determinan las relaciones entre los personajes. El drama es captado por Ivory con sutil levedad, muy bien auxiliado por el exuberante diseño de producción de Luciana Arrighi, la preciosa fotografía de Tony Pierce-Roberts y la partitura de Richards Robbins, que es el elemento que ofrece más contrapuntos explícitos de dramatismo, nostalgia, alegría, amor…
De los actores -sobre cuyos gestos recae especialmente la entidad dramática de la película- poco cabe decir. Anthony Hopkins y Emma Thompson están fantásticos y demuestran palmariamente por qué sus nombres encabezan las mejores producciones actualmente en cartel.
Puede que la película canse al gran público y sólo complazca plenamente a paladares cultivados. Pero es una gran obra fílmica, también por lo que supone de llamada de atención para que la gente honrada como Stevens no renuncie, por conformismo con lo establecido, a la cuota de poder crítico que le corresponde.