En la España de posguerra, y con un ambiente opresivo de curas inmorales y ultrafranquistas que obligan a sus alumnos a entonar el cara al sol como si les fuera la vida en ello, Ricardo, un buen padre de familia, intelectual de izquierdas, se verá obligado a vivir escondido en su propia casa, haciéndose pasar por muerto. Mientras, su mujer, Elena, será acosada por un joven diácono que atraviesa una fuerte crisis vital.
El último trabajo de Rafael Azcona -fallecido el pasado mes de marzo- es la adaptación de esta novela de Alberto Méndez (1941-2004), editor y militante del partido comunista, que narra cuatro historias de “perdedores” enmarcadas en los años más duros de la posguerra.
Azcona redujo las cuatro historias a una y media. Y digo media porque la narración de la huida de la joven hija de Ricardo y Elena con su novio no llega ni siquiera a la categoría de subtrama. Esta reducción perjudica mucho a una película ya de por sí muy previsible, tanto en lo que cuenta como en sus maneras ideologizadas. En este sentido, Cuerda no tiene empacho en hablar de sus intenciones: “La religión es lo peor del hombre”, absolutiza, y conforme a esto, realiza un retrato de la Iglesia católica voluntariamente ofensivo e hiriente (el cine español y buena parte de la literatura, sigue siendo incapaz de contar historias sobre el pasado reciente sin enarbolar banderas y pancartas, pero éste es otro tema). De cualquier modo, la novela (Premio Nacional de narrativa y de la Crítica) tiene mucha más fuerza que la cinta, que es menos sutil e impactante y que, en muchos momentos, cae de lleno en el maniqueísmo.
A pesar de lo poco creíble que es la trama principal (la obsesión de un hombre tan deleznable como el diácono tenía caminos más sencillos para resolverse), le queda a José Luis Cuerda el mérito de arrancar unas magníficas y contenidas interpretaciones a Maribel Verdú, Javier Cámara y el jovencísimo Roger Princep. Ellos son, con diferencia, lo mejor de esta cuidada producción que no cuenta nada que no se haya contado antes.