He aquí un ejemplo de cómo un buen guionista y un buen director pueden elevar de categoría una novela excesiva. Dejan todo el lastre, más que literario, retórico y artificioso del libro; y ateniéndose a los hechos de la trama -que de suyo son melodramáticos, por su rebuscado exceso sentimental y patético-, los hacen sobrios, o que parezcan tales. En esta apariencia de credibilidad comparten mérito Concha Velasco y todos los demás actores, todos.
Palmira, mujer andaluza, madura, en el cénit de su belleza, arrastra con creciente desgana su matrimonio, sumida en la frivolidad; sigue enamorada de un médico afincado en Ruanda, que ejerce allí una labor abnegada y heroica. En un jardín de Sevilla, con su hermosa casa, durante la fiesta del 25 aniversario de su boda, comienza a desplegarse todo el melodrama: una hermana, lesbiana y borracha, pretende seducir a una joven, que se convertirá en amante del marido de Palmira; su hijo, homosexual y amante del pintor que ella pretende seducir, morirá en accidente de moto; su hija se casa con un camarero porque espera un hijo -que nacerá hemofílico- de él. Ella también tiene una aventura sexual con un camarero, de la que saldrá burlada y chantajeada. En este naufragio vital, Palmira abandona todo y se va -más allá del jardín- a Ruanda, para encontrarse con su primer amor, y a trabajar con él como enfermera. Es brevísimo el encuentro, pues estalla la guerra civil.
Contra lo que pudiera parecer, a la vista del retorcido argumento, la película se sigue con interés, por su más que correcta factura. Ciertamente, la inmoralidad generalizada, la religión convertida en mero acto de sociedad, los irresponsables excesos sexuales tienen el triste marchamo de cierta comercialidad fílmica, más destructora de cualquier valor humano y espiritual que las antiapologías pseufilosóficas de las pseudonovelas de Gala. Es difícil que al gran público no se le tambalee al menos alguno de esos valores ante tantos films como éste.
Pedro Antonio Urbina