Desde 1908 se han visto multitud de adaptaciones del clásico Macbeth, algunas dirigidas por cineastas como Orson Welles, Akira Kurosawa, Roman Polanski o Béla Tarr. Entre las recientes destaca la de Justin Kurzel de 2015, con Michael Fassbender y Marion Cotillard.
Esta nueva versión, dirigida por Joel Coen y protagonizada por Denzel Washington y Frances McDormand, sigue siendo interesante y necesaria: Shakespeare nunca es demasiado; el espectador debe recordar las fuentes de los arquetipos y de los sentimientos universales que luego reconocerá en miles de películas.
Coen bebe de sus predecesores, conoce a fondo las adaptaciones previas y las utiliza, al tiempo que juega sus propias bazas. En una sabia decisión, se ciñe al texto y evita cuidadosamente el protagonismo de autor dando prioridad a la interpretación de los actores, consciente de que escuchar declamar a Shakespeare es el real disfrute de la película.
Al parecer, Francesc McDormand soñaba con el papel de Lady Macbeth desde joven: “Lo primero que me enganchó a ser actriz el resto de mi vida fue la escena del sonambulismo; la hice cuando tenía 14 años y desde entonces he estado practicando y ensayando”. Por su parte, Denzel Washington derrocha madurez interpretativa.
El director pone el sello personal en la planificación y en la fotografía. Rodada en blanco y negro, se busca el contraste y el simbolismo, pero la imagen funciona siempre al servicio del argumento. La cinta se construye en su mayor parte con primeros planos: se nota la inspiración en las cabezas rotundas de Dreyer, que acompañan la fuerza del verso poderoso. Encontramos también referencias a El séptimo sello de Bergman y, en general, al expresionismo alemán.
La única novedad que se permite Coen, muy acorde con la sensibilidad actual, es una opción decidida por los actores negros en los papeles principales, plenamente justificada por la calidad del reparto.