El danés Lars Von Trier entrega la segunda parte de su trilogía americana, ahora protagonizada por Bryce Dallas Howard. La saga comenzó con Dogville y se cerrará con «Wasington» [sic], cuyo rodaje está previsto para primavera de 2006.
Grace (anteriormente interpretada por Nicole Kidman ) llega a una sureña plantación de algodón. La acompañan su padre y un cortejo de gansters. La joven persevera en su empeño por hacer el bien y su corazón generoso se rebela cuando comprueba que la dueña de la plantación practica aún la esclavitud, en plenos años 30 del siglo XX. Con determinación inflexible -y las espaldas cubiertas por un retén de «gangsters» cedidos por su padre- decide quedarse en Manderlay para introducir drásticos cambios que hagan brillar la justicia y la igualdad que caracterizan a las comunidades democráticas. A la vez que el respeto de todos lo habitantes de Manderlay, Grace luchará por hacerse acreedora del aprecio generalizado.
Si en «Dogville» la inspiración de Von Trier fue «La opera de la perra gorda» de Brecht y Weill, en «Manderlay» toma pie en «La historia de O» de Pauline Réage, escrita en 1954. Cabría pensar que, después de la novedad de «Dogville», «Manderlay» es más de lo mismo. Hasta cierto punto lo es: la opción por la desnudez de la puesta en escena y el carácter agresivo de la planificación y el montaje se mantienen, al servicio de un planteamiento dramático-alegórico que tampoco cambia. La calidad formal de la primera película se mantiene en la segunda, con un reparto y un equipo técnico sencillamente deslumbrantes, con un verdadero recital de la joven Bryce Dallas Howard («El Bosque»).
Von Trier mantiene, igualmente, su mordaz y ácida reflexión escénica sobre la cara oscura de Estados Unidos, sobre el sueño americano con intenso sabor a utopía. Su discurso tiene un enorme nivel estético y un vigor narrativo verdaderamente excepcional, pero no deja de ser un discurso, eso sí, casi siempre distante del género demagógico. Con la virulencia que le es propia, Von Trier no esquiva una crudeza episódica brutal, que quiere poner de manifiesto la perversidad del ser humano y sus manifestaciones en la dimensión sexual. No es difícil extraer conclusiones sobre la postura de Von Trier sobre algunos de los pilares del sistema político-social de los EE.UU., sobre los principios que sustentan su política exterior. Pero Von Trier no es Michael Moore y su película es una obra de arte con vuelo universal por la manera en que aborda la condición humana. La obra de un artista que, en su afán por mostrar los efectos de una justicia sin amor, de una libertad sin prudencia, se olvida de la importancia de conjugar hoy sí y mañana también dos verbos pronominales: compadecerse y apiadarse.
Alberto Fijo