En una tierra mítica, y en una época mágica, el destino de un gran reino descansa sobre los hombros de un joven. Su nombre: Merlín.
(Kilgharrah, el Gran Dragón).
En estos días oscuros, donde parece que la tragedia afila sus colmillos en cada esquina, es saludable apostar por la infancia recuperada. Volver a Stevenson, Verne, Dumas, Salgari, Twain… Esa escuela del asombro donde nacen nuestros sueños, las primeras heroicidades, los últimos espejismos del amor. Peripecias narrativas apasionantes que ensanchan nuestro anhelo trotamundos y emocional. Duelos, princesas, castillos, batallas, traiciones, islas del tesoro, viajes en globo y escapadas a través del Mississippi. En esas novelas palpitan valores clásicos, imperecederos, que se conjugan en una aventura apasionante, incansable, entretenida en el sentido más elevado de la palabra. Sin moralismos ni sectarismos.
Merlín entronca con esa geografía narrativa, estética e, incluso, ética. La serie ofrece una reimaginación de la leyenda: un bisoño Merlín trabaja en la corte de Camelot, a las órdenes del príncipe Arturo. El monarca, Uther Pendragon, ha prohibido la magia, por lo que el joven hechicero deberá practicar sus embrujos siempre en secreto, so pena de muerte si le descubren. Como le recuerda Kilgharrah, el Gran Dragón, la secreta misión de Merlín –proteger al aguerrido, pero algo atolondrado heredero– resulta esencial para que Arturo se convierta en rey y pueda salvaguardar el destino de Albión.
Disponible ahora en Netflix, la BBC emitió originalmente sus cinco temporadas (2008-13), con éxito notable, los sábados por la tarde, el horario por antonomasia para el público familiar televisivo en las islas británicas. Por eso, esta fantasía medieval conforma una inmejorable propuesta de ecuménica diversión para estos días de salón obligatorio: pueden compartir sillón desde peques de 6 años hasta abuelos de 99. Que nadie espere simbologías del tipo Excalibur, aquella oscura y poderosa película de John Boorman, o brutalidades de tierra media como las destiladas en Juego de tronos (HBO, 2011-19). No. Todo lo contrario. Merlín es blanca y no por ello menos apasionante. Es una serie que se obstina en mantenerse dentro de la senda de un cine familiar, gozoso, apto para todos los públicos: comedia slapstick para los más pequeños, dosis de romanticismo naif para los adolescentes, humor excéntrico para los frikis, paisajes celtas para los puristas y, colándose por las rendijas, relecturas de la epopeya artúrica para los más cultivados de la casa.
Explorando el relato artúrico
Puede que a Merlín le cueste arrancar en sus primeros capítulos, pero la aparición de Lancelot en el quinto episodio de la primera temporada sirve para conquistar de calle al espectador reticente. Es otra de las virtudes de la serie: a la estructura autoconclusiva del “monstruo de la semana” se le suma una leve trama de fondo que va explorando todos los ángulos del relato artúrico. Así, como ocurre en el apabullante doble capítulo con el que acaba la tercera temporada (“La llegada de Arthur”), van emergiendo un puñado de los iconos clásicos: la espada Excalibur, el Santo Grial, la dama del lago, las brumas de Avalon, la tabla redonda y un puñado de caballeros regidos por un código que, ay, ya solo existe en las viejas novelas.
Con un movimiento similar al que pusiera en marcha Smallville para el universo de Superman (o, después, Gotham con la infancia de Bruce Wayne/Batman), la revisitación juvenil que Merlín traza del ciclo artúrico juega astutamente con el conocimiento del espectador y actúa como una suerte de precuela informada. Sabemos que Ginebra acabará emparejada con Arturo, que Lancelot traicionará a su rey, que Morgana habitará el lado oscuro y que Merlín –ahora un torpe y leal sirviente– se erigirá en guardián de Camelot. Así, mientras la Gran Oscuridad acecha el destino de nuestros héroes, esta delicia de la BBC siembra cada capítulo con una simpática mitología fantástica (duendes, druidas, trolls) y una épica igualitaria en la que los Caballeros de la Tabla Redonda se baten por los más altos ideales.
Si la BBC ha ejercido de vanguardia de las televisiones europeas no ha sido solo por el prestigio de sus informativos, sino también por la calidad de su ficción. Merlín carece de la espectacularidad de una producción estadounidense –hay cierto aroma a cartón-piedra, que gana lustre conforme avanzan las temporadas–, pero suple su falta de fuegos artificiales con ese exquisito gusto por el arte de narrar, tan propio de la pequeña pantalla británica. Porque lo que engancha en toda buena historia, a la postre, es el guion. Las historias de Merlín, de estructura impecable y personajes sólidos dentro de las limitaciones del género, siempre encuentran esa vuelta del calcetín que hace del traje algo original y fresco.
Un mago patoso, una época de conjuros, un príncipe con un destino, bellas damas en apuros, un dragón misterioso y, oh, Camelot, tierra de fantasía. Por multitud de novelas y películas conocemos el final de la historia; Merlín nos enseña una versión épica y divertida de qué paso antes y, sobre todo, narra con vigor cuál fue la tarea del héroe.