Cualquier amante del cine europeo sabe qué se va a encontrar ante un estreno de Jean-Pierre Jeunet. El director de Amelie, Largo domingo de noviazgo o La ciudad de los niños perdidos tiene un estilo visual y narrativo tan personal y acentuado, que basta ver el arranque del film Micmacs para reconocer su indudable autoría.
En este caso, Jeunet nos cuenta la historia de Bazil, un hombre desafortunado que vive con una bala alojada en el cerebro. Esa situación le ha arruinado la vida y sobrevive haciendo “variedades” por las calles. Pero un día es adoptado por una extraña “familia” que le va a ayudar a perpetrar su particular venganza contra la industria armamentística.
La película rebosa detallismo por los cuatro costados. Hay tantos que algunos pueden incluso pasar desapercibidos. Son detalles visuales, cómicos y siempre surrealistas. Pero la gran virtud del surrealismo de Jeunet, a diferencia del de Buñuel, es su ternura.
Son guiños que humanizan su película y dignifican los personajes. Y en eso entronca mucho con Chaplin, en los gags, y con Tati, en planteamientos escénicos. Pero Jeunet no es la suma de Chaplin y Tati, es otra cosa, bastante inclasificable. Sus personajes son desheredados, pero forman una comunidad feliz que en este caso sí que recuerda muy claramente a la de Vive como quieras de Capra. Son entrañables, se apoyan unos a otros, se cuidan, y por encima de todo, acogen generosamente las extravagancias de cada cual. Así tenemos a Chasquido –que hace lo propio–, a la chica de Goma –que es contorsionista y duerme en la nevera–, a Calculadora –que es una joven capaz de averiguar pesos y medidas con solo mirar–, a Pete –que inventa cosas–, a Remington –que quiere escribir novelas a base de idiotismos– o Talego –que se ha pasado la vida en la cárcel–. Todos viven bajo el cuidado de Mama Pan, que les alimenta y “educa”.
La fuerza de la película radica en esta forma de entender el humor, que hace simpáticos para el público hasta a los villanos, y que está atravesada de una positividad sincera, sin huella de cinismo, y de una ironía no destructiva. En algún momento, esa comicidad también la lleva al terreno del sexo, subiendo un poco el tono, algo habitual en este director francés.
Un humor que en Jeunet precisa de tres pilares: los actores (soberbios Dany Boon, Yolande Moreau o Dominique Pinon, por ejemplo); la fotografía, siempre onírica y nada realista; y la dirección artística, incoherente y surrealista.
La historia en sí no tiene mucho interés, y sus propuestas críticas antiarmamentistas tampoco son gran cosa. Algo se debe dejar claro: para disfrutar de esta película hay que tener un sentido del humor que sintonice con Buñuel o los hermanos Marx, por ejemplo. Si no, el film sólo producirá asombro y perplejidad.