Más conocida en la literatura de habla española como La señorita Julia, es una obra, ya clásica, habitual en los repertorios teatrales. El dramaturgo sueco August Strindberg (1849-1912) escribe esta pieza en el verano de 1888, y al año siguiente se estrena en Copenhague.
La primera versión cinematográfica es de Sjöberg, de su propio montaje teatral, que fue premiada en el Festival de Cannes de 1951. Hay también una versión televisiva sueca (Bibi Andersson y Tommy Berggren) de 1969. Así que para el centenario del estreno teatral, 1989, Mike Figgis hace su Miss Julie con un leve retraso; pero su película supone un gran homenaje.
Casa palaciega en el campo. La joven condesa Julia acaba de divorciarse. Su padre el conde ha ido a la ciudad. Es la noche de San Juan; la servidumbre baila y bebe junto a las hogueras. Aburrida y triste, la joven condesa baja de sus habitaciones para divertirse «como una loca» -dirá el lacayo- con los criados. Luego entra en la cocina, donde están Juan el lacayo, y la cocinera, Cristina, su novia. Aquí se inicia el drama y aquí se cumple.
La propaganda de la película dice que «la tensión sexual que se desata entre la señorita Julia y Juan es muy actual». Y acierta por casualidad, y al mismo tiempo no acierta. Strindberg retoma las pautas -el método científico- del «naturalismo y de la filosofía positivista». Y, así, el tema de Miss Julie es «la guerra de los sexos», que considera fenómeno concomitante al impulso sexual. Presentado esto con violencia y realismo, escandalizó al público de su época. Hoy, no. Pero si Miss Julie no escandaliza, sobrecoge: Figgis ha hecho un montaje (en el sentido teatral y en el fílmico) extraordinario: las escenas se suceden como una sola secuencia de casi dos horas. La cámara está siempre donde brota la fuerza del drama, o en el gesto, o en el objeto simbólico, o en la luz, que gradualmente aumenta hasta la hiriente y agria amanecida final.
Trascienden Strindberg y Figgis la filiación naturalista y la lucha de sexos y de clases, la hipocresía o la sinceridad moral de una época: Figgis, con sus tres magníficos actores, lleva al hombre a una situación extrema en la que tiene que elegir entre su pasión/destrucción o su dignidad/ libertad definitivas. En fin, la cobardía del suicidio y del egoísmo, o la valentía del dolor y la generosidad.
Por todo lo dicho, queda una gran película de una obra inmortal.
Pedro Antonio Urbina