«Lo mejor de la película es de Mihura», señalaba Garci en la presentación de esta adaptación de «Ninette». Y probablemente tenga razón, porque los mejores momentos de la película son aquellos en los que el director madrileño deja hablar a Mihura en su propio lenguaje: el humor y la crítica ligera. Hay escenas -la partida de cartas, algunos diálogos entre Ninette y Andrés y muchas conversaciones del matrimonio de exiliados que, aunque «adoran» Francia, comen cocido y tocan la gaita- en los que Garci respeta el texto y -lo que es más importante- el sentido de la obra teatral. Y añade lo que él borda, ayudado de su eficaz y sobresaliente equipo de siempre: un cuidado diseño de producción, una perfecta iluminación, una atinada banda sonora y una correcta dirección de actores.
El problema es que la mayor parte de la adaptación no discurre por esos derroteros y el resultado final es un producto fallido. En primer lugar, hay una clara ruptura entre la primera parte de la película -la adaptación de «Ninette y un señor de Murcia»- y la segunda -adaptación de «Ninette, Modas de París»-. Hay una descompensación en la calidad -muy superior la primera- pero también en el ritmo de la narración, en el tono e incluso en la intencionalidad. Si en la primera parte Garci ha dejado hablar, con matices, a Mihura, en la segunda habla él con su personal visión de la postguerra, la religión, el matrimonio o la infidelidad.
Otro añadido de Garci, y que no está en Mihura, es un insistente erotismo que acaba lastrando la película y que en algunos momentos, sobre todo vista la campaña publicitaria, suena a reclamo. Evidentemente, en la «Ninette» original hay dosis importantes de sensualidad o, como decían los contemporáneos de Mihura, picardía. Pero lo que en Mihura era sugestión y elipsis, en la versión de Garci se hace «voyeurismo»; quizás un «voyeurismo» elegante en algunas escenas de la primera parte, pero «voyeurismo» al fin y al cabo, que en la segunda mitad se hace definitivamente tosco con escenas -¡qué maltrato a Mar Regueras!- que recuerdan al peor cine de destape.
Alguno alegará que Mihura no fue más lejos por culpa de la censura; pero, como que señala Julián Moreiro en su documentada biografía del autor («Humor y melancolía»), Mihura -que no se caracterizó precisamente por su mojigatería-, cuando ya no había censura, rechazó el recurso omnipresente del erotismo en el teatro y en el cine; le parecía un elemento propio de la intimidad y no para subir a un escenario.
Por último, la «Ninette» de Mihura sólo puede entenderse en un contexto de antigüedad, en una sociedad de hace cincuenta años. Pretender que ese modelo de mujer sirva para el siglo XXI es sólo una manifestación del más rancio y trasnochado machismo: y ese ya no sé si es de Miguel Mihura o de José Luis Garci.
Ana Sánchez de la Nieta