“La fórmula es muy simple: dos personas, unos instrumentos, 88 minutos y ninguna mala nota”: así describe Once la crítica aparecida en The New York Times. La película es una pequeña historia rodada con 180.000 euros (ha hecho 9 millones de dólares en la taquilla estadounidense y 350.000 euros en Irlanda), que cuenta en formato de álbum musical la historia de amor entre un músico callejero irlandés, que ayuda a su padre reparando aspiradoras, y una jovencísima pianista checa, que se gana la vida con la venta ambulante. Una historia que, como el propio John Carney -director y guionista- confiesa, quería desarrollar en 10 folios, porque el resto lo iban a contar las canciones.
Esta pequeña cinta, rodada cámara en mano con un estilo desaliñado y un tono alejado de toda afectación (¡y ya es difícil encontrar un musical sin pretensiones!), es una obra maestra, pequeña pero maestra.
Por muchos motivos: porque la música es sensacional y está perfectamente engarzada en la historia… mejor: es la historia; porque las interpretaciones, de una pasmosa naturalidad, son brillantes (los dos protagonistas son músicos y no tienen que hacer grandes esfuerzos para interpretar lo que significa para ellos el arte), y sobre todo, porque tiene un guión de una frescura absolutamente cautivadora y una construcción de personajes que revela una visión del ser humano de un optimismo contagioso.
Hemos visto miles de historias románticas, cientos de musicales y decenas de biopics de músicos, pero la originalidad de Once es ejemplar. John Carney (que antes de rodar películas tocó en The Frames, la banda del protagonista) se aleja absolutamente del tópico tanto al narrar la historia de amor, como al contar el proceso de creación musical. Curiosamente, al alejarse del tópico, se le abren un montón de posibilidades: la protagonista puede ser ingenua -entre otras cosas porque tiene edad de ser ingenua, 17 años cuando rodó la película- sin negociar su integridad, y él puede enamorarse sin acosar; y son amigos; y una banda de rock se pasa una noche de grabación sin chutarse; y te dejo una grabación; y pon tú la letra; y una cosa es la canción y otra la vida; y me arreglas la aspiradora; y mira a ver si coges el acorde; y lloras y te consuelo; y tú tienes tu vida y la respeto; y nadie se arroja por un puente…
A medida que absorbe esta oxigenante dosis de realismo, el espectador se enamora de la historia, de la música y de los personajes. Es lo que le pasó al público en el último festival de Sundance y por eso premió la película. Otra cosa fue la crítica, que parece empeñada en que cine independiente es sinónimo de cine sórdido: ganó Padre nuestro. Me quedo con el público.