Con un guion llamativamente equilibrado y eficaz, que invita a pensar en la creación de la primera bomba atómica, Christopher Nolan (Londres, 1970) logra que el interés del espectador se mantenga tenso durante 180 minutos, sin desfallecimientos. El director británico adapta el libro Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, con el que Kai Bird y Martin J. Sherwin ganaron el premio Pulitzer 2006 en la categoría de biografía.
Nolan absorbe el impresionante trabajo de investigación del libro y lo dramatiza diseñando unos conflictos y una trama que se parecen mucho a los de El Caballero Oscuro o Interstellar. La construcción de los personajes (brillan nuevamente los antagonistas) es magnífica. A diferencia de otras películas de Nolan, los asuntos científicos relacionados con la física teórica se entienden bastante bien, cosa que no ocurría en algunas de sus películas anteriores, especialmente en Tenet y Origen.
Es bellísima la fotografía en 65 mm, en color y en blanco y negro, que en una sala IMAX luce más y mejor. Nolan defiende que el futuro del cine de gran presupuesto pasa por este tipo de salas y no le falta razón. El sonido y la música –mezclados hábilmente con los silencios en un montaje que alienta el misterio– potencian el expresionismo de un cineasta fiel a un lenguaje y un relato hipnóticos, con los dilemas y paradojas de la física cuántica como grandes protagonistas.
El trabajo de los actores es excelente, teniendo en cuenta que la fragmentación del relato les obliga a un esfuerzo especial para no dañar la continuidad en los arcos de sus respectivos personajes. La ambigüedad preside una narración en la que pasas de la luz a la sombra con facilidad: personajes que te atraen pueden luego repelerte, y viceversa. El ascenso y la caída de Oppenheimer, quien, además de ser “muy inteligente, también era muy tonto”, como señaló su amigo y colega Isidor Isaac Rabi, están contados con una calidad audiovisual superlativa. Recrear Los Alamos y la prueba atómica de julio de 1945 prescindiendo de la CGI (efectos digitales) y localizando en zonas próximas al Centro de Investigación de Nuevo México tiene un resultado brillante.
Nolan sabía que en el sonido se jugaba la credibilidad de la película y lo que ofrece es sobrecogedor. Aunque resulte paradójico, especialmente para quien no sepa que en cine se trabaja por contraste y/o afinidad, lo que me parece más brillante de la película son sus silencios atronadores. En este sentido, la secuencia de apertura es magistral.
Un asunto apasionante y con mucho peso en la historia es la exigencia del secreto en los trabajos de investigación atómica y la presencia del espionaje. La película hace ver que la relevancia del comunismo y el empeño de los servicios secretos soviéticos en Estados Unidos no se pueden resolver con la simplista apelación a los delirios de la Caza de Brujas. La sombra de Rusia, aliada en 1945 y enemiga durante toda la Guerra Fría, es alargada. Se podría reprochar a Nolan el descarnado retrato de un encuentro sexual, pero es bien sabido que muchos de los reclutamientos de intelectuales, científicos y agentes dobles por parte del NKVD y posteriormente del KGB tenían uno de sus principales agarraderos en la lujuria y en la soberbia intelectual que suele estar oculta.
La película es muy ambiciosa porque invita al espectador a reflexionar sobre la ciencia y sus límites, la ética de la investigación aplicada a las armas de destrucción masiva, el concepto de disuasión, la influencia de la personalidad en el trabajo en equipo de los científicos, los efectos de la vida personal en el ámbito profesional, la diferencia entre los físicos de pizarra y los físicos de laboratorio, la relevancia de las máquinas que permiten comprobar los modelos teóricos, las decisiones políticas sobre el uso de la fuerza, etc., etc.
Oppenheimer es una gran película. Se hace más grande cuando lees sobre cada uno de los personajes que retrata, entre ellos el presidente Truman, el secretario de Guerra Henry Stimson y el general Graves, director del Proyecto Manhattan. Y los físicos ganadores del Nobel Niels Bohr, Enrico Fermi y Ernest Lawrence.