Un adolescente madrileño, casi un niño, pasa tres semanas en Murcia, en casa de sus tíos y primos, pues sus padres están en trámite de separación. Se trata de una película, si no en la exacta anécdota sí en el clima, autobiográfica; que quiere estar llena del encanto de los recuerdos infantiles. Por ese lado están la afectiva amistad, amorosa, del protagonista Manu con su prima Fuensanta, y también los paisajes, la ciudad y la luz mediterránea.
Pero por otro lado está el trazo grueso, cercano al esperpento, de los tres tíos y tías con los que vive Manu. Con una de las familias vive también el Abuelo (Francisco Rabal), que en su interpretación senil y divertida suaviza un poco el desentonado exceso -incluso de carácter sexual aberrante- de los actos de los mayores, ante los que ni Manu ni Fuensanta reaccionan de manera apropiadamente infantil.
Esos dos tratamientos, que no acaban de hacer unidad, dan a la película un tono de cosa rara, fingida. En buena medida tal vez se deba al equivocado reparto. La casa, la azotea con sus sábanas blancas colgadas al viento, el sótano… son coprotagonistas, y sin embargo no están tratadas con la mano leve, con la estética, con el tempo requeridos para una lírica del recuerdo. Sucede a veces que la fuerte emoción del creador le impide ver que realmente no está en su obra lo que él siente.
La película está dirigida con segura mano profesional sin duda, propia de un director que tiene en su haber más de treinta películas, pero aquí parece faltar delicadeza, detalle, sutileza, y elección y dirección de actores. Hay escenas magníficas, sueltas, y un final hermoso, de luz y sugerencia, a la orilla del mar…, algo parecido al final de Muerte en Venecia, de Luchino Visconti; pero el conjunto de Pajarico resulta más bien desangelado y frío, grueso, como sin ímpetu creador, falto de magia.
Pedro Antonio Urbina