En el año 2003 Gus van Sant ganaba la Palma de Oro del festival de Cannes con Elephant, un viaje a la tragedia del instituto Columbine. Con un brillante estilo visual, la película presentaba de manera impactante el sinsentido de la masacre cometida por dos adolescentes.
Paranoid Park, premiada en la 60 edición del festival francés, es, en cierto modo, el reverso de Elephant. Si en Elephant Van Sant rodaba desde fuera y con una incómoda objetividad, en Paranoid Park rueda desde dentro, desde la cabeza de Alex, un adolescente amante del monopatín, hijo de una familia desestructurada que, una noche, se ve envuelto en un crimen espeluznante.
Van Sant utiliza una novela de Blake Nilson para contar una perturbadora historia sobre la culpa y el peso de la conciencia, sobre cómo se come esto en una sociedad que ha dejado de tener referentes morales y que se mueve a golpe de instintos, móviles y nuevas tecnologías. Dice el realizador que ha querido filmar una especie de Crimen y castigo en clave adolescente y, desde luego, algo de eso hay.
El reflejo en la pantalla de los remordimientos es, en algunas escenas, el de un visionario. Y los caminos que trata de encontrar Alex para la redención no son muy distintos a los que recorre Raskólnikov. Pero Van Sant no es Dostoievski y no proporciona a su “héroe” otra salida que un pequeño atajo poco convincente.
Visualmente la cinta tiene mucha fuerza, entre otras cosas porque Van Sant ha presentado en 86 minutos una propuesta radical de enorme coherencia artística: actores noveles seleccionados a través de MySpace (que funcionan estupendamente), montaje fraccionado, saltos en el tiempo, mucha cámara en mano, imágenes de casi todas las fuentes posibles (super8, móvil, video, 35 mm…). Todo esto da una enorme veracidad a la pequeña pero profunda historia que se nos está contando. Detrás de la magnífica fotografía está el gran Christopher Doyle (In the Mood for Love, La joven del agua, Hero).