Ni una palabra del argumento. En primer lugar, porque es lo de menos; en segundo, porque con tanta traición pirata cruzada cuesta un poco seguir la trama; y en tercer y principal lugar, porque podría dar pistas sobre la gran incógnita: ¿habrá boda? Y si la hay, ¿quiénes se casan?
El éxito de los primeros Piratas llevó al tándem Verbinski-Bruckheimer a alargar el triunfo y convertirlo en trilogía. Salieron airosos de la segunda parte pero no se puede decir lo mismo de esta tercera, que si no acaba en un absoluto naufragio, es por un apañado final que mitiga el intenso aburrimiento que invade al espectador durante las dos primeras horas.
A la película le cuesta sangre arrancar. En el primer tramo parece que se nos quiere recordar que el origen de Piratas del Caribe es una atracción de feria y, de hecho, el espectador tiene la sensación de ir pasando de la casa del terror a la montaña rusa o a la lanzadera. Todo muy espectacular -como el barco despeñado por la impresionante catarata-, pero también muy artificial.
Tras cuarenta apabullantes minutos de atracciones aparece, por fin, el pirata Jack Sparrow, en medio de una larguísima secuencia que tiene poca gracia. Después pasan muchas cosas -demasiadas y poco variadas- y llega el final, donde afortunadamente la cinta recoge el testigo de lo mejor de las dos entregas anteriores: acción, humor (una de las grandes pérdidas de esta tercera parte, mucho más negra), peleas bien coreografiadas y un montaje ágil.
En el capítulo interpretativo se nota también la escasez de la historia: si en la segunda parte Johnny Depp se quedaba solo (ni Orlando Bloom ni Keira Knightley eran competencia) y campaba por sus respetos, ahora tiene enfrente a un sensacional Geoffrey Rush. La cosa, con un poco de historia, habría dado para un buen duelo interpretativo.