Para bien y para mal, Antonio Mercero (San Sebastián, 1936) es hombre de televisión, un medio en el que ha brillado hasta convertirse en referencia imprescindible. Series como Crónicas de un pueblo, Verano azul o Farmacia de guardia son los poderes de un tipo noble, sencillo y sensible que se encuentra cómodo relatando historias con fuertes relaciones familiares o de amistad. Tras acertar en 1998 con La hora de los valientes, retorna a la gran pantalla con Planta 4ª, galardonada en el Festival de Montreal con el Premio al mejor director y el del Público
Planta 4ª se inspira en un texto teatral de Albert Espinosa, que padeció un cáncer en su adolescencia y que ofrece una visión insólita de la enfermedad: la historia de unos chicos que intentan luchar contra ella divirtiéndose en la medida de lo posible dentro del hospital en el que se encuentran ingresados. La reescritura de Mercero, Espinosa e Ignacio del Moral opta por un tratamiento netamente televisivo, que encadena -con reiterados fundidos de hospitalarias luces de neón- un puñado de travesuras, peripecias y diálogos entre «los pelones», como les llaman cariñosamente las enfermeras. Esa manera (las travesuras) de enfrentarse a la ansiedad y al aburrimiento del centro hospitalario adquiere demasiado protagonismo y acaba propiciando un tono excesivamente episódico que perjudica la credibilidad de la película. Una complaciente secuencia procaz no encaja con la delicadeza de otros momentos; la aquelárrica intervención de Elvira Lindo-enfermera y la sobreactuación cargante de los chavalotes (en Sundance hablan inglés y les habrá chocado menos) podrían haberse evitado. El muy interesante y único personaje femenino con cierta entidad (la niña enferma) tiene desgraciadamente poco recorrido.
Quizás si Mercero, sin renunciar al humor, hubiera afrontado el asunto con maneras más cinematográficas (historia, conflictos, tramas secundarias, evolución de los personajes) habría logrado una hondura y una humanidad más consistentes. El retrato de médicos, enfermeras y familiares se acerca demasiado al tono vodevilesco de una sitcom, y hay alguna situación artificiosa. Resulta llamativa la ausencia de cualquier referencia religiosa, que en el área de la oncología es si cabe más habitual que en cualquier otra. Bienintencionada película, pues, que podría haber sido grande (compárese con la reciente La vida, de Jean-Pierre Améris) y se queda pequeñita.
Alberto Fijo