Ricki es una cantante de rock que un día lo dejó todo por su carrera profesional y que ahora malvive trabajando como cajera en un supermercado por las mañanas y tocando en garitos de mala muerte por las noches. Un día recibe una llamada de su exmarido pidiéndole que apoye a su hija mayor que acaba de divorciarse.
Mientras escuchaba a la incombustible Meryl Streep interpretar, a sus 65 años, una más que contundente versión de “Bad Romance” de Lady Gaga, pensaba que realmente esta actriz juega en otra liga. Esta película es Meryl Streep o, dicho de otra forma, sin ella estaríamos ante un culebrón de mediatarde que sube enteros gracias a la interpretación de la veterana actriz, capaz de añadir matices y riqueza, no sólo a su personaje, sino a toda la historia. Además, Meryl Streep está muy bien acompañada por su hija mayor Mamie Gummer (físicamente calcada a su madre) y por Kevin Kline, con quien protagonizó en 1983 La decisión de Sophie (y que significó para la actriz su segundo Oscar).
Con sus limitaciones, el también veterano Jonathan Demme ha rodado un drama sobre segundas oportunidades que se ve bien y que, sin ser original, contiene más de una idea rescatable sobre la necesidad de establecer prioridades en la vida, la importancia de la familia y la capacidad de perdonar al que claramente ha tomado decisiones equivocadas. Esto último resulta especialmente valioso en medio de una tendencia general de la narrativa –tanto escrita como audiovisual– en la que parece que la única opción de un personaje es mantener sus decisiones como acertadas… por mucho que no lo sean.
Con todo, que nadie se llame a engaño, el guion –obra de Diablo Cody, la oscarizada guionista de Juno, que escribió el libreto inspirada en la vida de su madrastra– no destaca por su profundidad. Pero al César lo que es del César: las ideas son jugosas… y susceptibles de haberles sacado un jugo más contundente.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta
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