Tercera película de la trilogía «Tres colores», es la más elaborada, y quizá la última del autor -él lo dice-; en todo caso tendría que ser, deseablemente, la última en esta línea del preciosismo exquisito: ronda el peligro del manierismo.
Ginebra. Una joven modelo entra, de manera casual, en relación con un solitario juez jubilado; el despacioso encuentro despierta palabras, convicciones, frustraciones… y nostalgia; y sugiere un ya imposible amor entre ambos. En geometrías paralelas, un joven estudiante, que quiere ser juez, ve romperse su personal historia de amor… Una catástrofe marítima provoca el encuentro de la modelo y el estudiante, y sugiere una feliz unión, que el viejo juez contempla tal vez como su propio amor vivo más allá del tiempo.
Al precisar ese penumbroso juego de casualidades, que es ya una lectura concreta de la película, queda quizá disipada la posible sugerencia fílmica; pero es que esos susurros estéticos de Kieslowski tienen pretensiones de cosa misteriosa, y no son sino un genial artificio. Su eficacia es debida al oficio narrativo, a lo arquitectónico del guión, a la conseguida seducción para la que se han confabulado la cámara y todo el unidísimo equipo técnico, con la perfecta complicidad de los actores. No hay en ellos un gesto banal ni un movimiento innecesario. Es un cine éste que construye desde la palabra; sus imágenes son palabras.
Posee Rojo una caligrafía impoluta, un lenguaje de la luz que se hace uno con la acción y el diálogo, con el estudiado encuadre de los objetos, con su color, los ruidos, la música –no llena un vacío, habla cuando es ella quien debe hablar–. El ritmo de los acontecimientos, el tortuoso escenario natural de las calles, todo, todo coopera a la edificación de una hermosísima joya, jeroglífica y muda, admirable y fría.